El día en que mi reloj retrocedió

32. No todos los caminos llevan a Roma

"La verdad: ese triste personaje de nuestra historia que el miedo sustituyó después de que enfermara"

 

 

Se dice que al que madruga Dios lo ayuda, pero la horrible verdad es que madrugar a veces solo sirve para recibir las malas noticias más temprano.

Habían pasado casi dos años desde que había vuelto a Las Hermanas de la Merced y a pesar de que el recibimiento y el trato que me había dado el instituto no había sido precisamente lo que denominaría como cálido, las cosas en mi vida habían transcurrido con relativa normalidad y hasta me atrevería a decir que habían mejorado un poco.

Yo seguía siendo esa niña flaca, ojerosa y solitaria de siempre, y suponía que esa sería una constante que me definiría por el resto de mi vida, pero al menos ahora era voluntario.

Porque en una de mis tantas idas a rezar a las capillas del colegio había descubierto cómo en una especie de serendipia que mientras durmiera ahí, podía descansar como una persona normal. Así que digamos que me había vuelto toda una experta en el arte de dormir mientras fingía estar rezando.

Y eso era hermoso... o no tanto... ya que ahora utilizaba mis noches para investigar, crear teorías con las pocas pistas que ya tenía o cerrar los ojos para tratar de abrir esa maldita puerta.

Una parte de mí sabía que al otro lado encontraría las respuestas que llevaba años buscando, pero mi cuerpo nunca resistía y eso de algún modo, me estaba deteriorando. Porque si ya de por sí durante las noches mis sueños eran todo menos un mecanismo reparador, ahora inclusive se volvían algo exhaustivo... Y mi cuerpo de 13 años lo estaba tomando bastante mal.

Aún no entendía muchas cosas... ¿por qué mis visiones horribles no se manifestaban dentro de esa escuela? ¿Qué o quién estaba ahí? Mi primer Déjà vu había sido ahí... ¿Que había cambiado? ¿Y por qué solo veía las caras en las noches?

"¡Candiani todavía te faltan dos vueltas y si sigues corriendo como si estuvieras cazando moscas van a ser tres!" —gritó el profesor de educación física desde las gradas.

Volqué los ojos. No odiaba correr, pero mi condición física era peor cada día. A veces me daban ganas de solo tirar la toalla... pero no podía hacerlo, esa no era yo.

"¡Osa perezosa refunfuñona!" —gritó Argelia dándome una nalgada mientras me rebasaba. Siempre fue muy ágil y cuando corría me recordaba a una gacela en su hábitat natural.

Le quise contestar pero comencé a marearme. Todo daba vueltas y el corazón me palpitaba con fuerza dentro del pecho, sobre la frente, a lo largo de mis piernas, dentro de la nariz.

Sentí como si todo el líquido que habituaba mi cuerpo estuviera haciendo efervescencia.

Las cosas giraban acercándose hasta casi chocar conmigo y luego se alejaban hasta convertirse en puntos caleidoscópicos.

Por el rabillo del ojo me pareció ver que Argelia corría hacía alguna parte, pero ni siquiera fui capaz de distinguir si se estaba alejando o acercando.

"¡Helena! ¡Tú nariz!" —la escuché gritar desde algún sitio.

Mi nariz se sentía caliente y mi visión era borrosa.

Me costaba enfocar.

Sentí el pasto seco rasparme las rodillas y ahí fue cuando me di cuenta de que había caído.

Algo sonaba muy lejos.

¿Un silbato?

¿Una voz?

"¡Candiani!"—gruñó el profesor trayéndome de vuelta a la realidad—"¿Qué no me escuchó? ¡Vaya inmediatamente a lavarse la cara y luego a la enfermería!"—gritó mientras soplaba con fuerza el silbato plateado que traía colgando alrededor del cuello—"¡Y usted! ¡Acompañe a su compañera! ¡Es el colmo que sucedan este tipo de cosas por falta de condición! ¡No están en edad de comer puro Mc Donald's y otras chatarras! ¡Frutas y verduras señoritas! ¡Frutas y verduras!"—nos siguió regañando mientras nos alejábamos.

"No necesito ir a la enfermería. Solo necesito dormir" —le dije a Argelia en voz baja, sin oponer resistencia ante su agarre.

La sentí asentir ligeramente con la cabeza—"Al menos lávate la cara" —musitó mientras me arrastraba a los lavabos abiertos que estaban situados frente a la cancha de soccer.

Me encogí de hombros. Tenía razón, yo misma sentía mi playera empapada y mi cara pegajosa, despidiendo ese olor a fierro tan característico de la sangre.

En el campo contiguo, el de atletismo, estaban entrenando Verónica, Alan y Deimos para el próximo evento deportivo Inter escolar. Mientras un montón de estudiantes los apoyaban con entusiasmo como si fueran decenas de hormigas alrededor de un dulce que suelta su miel bajo los rayos del Sol.

Ignoré la escena y proseguí con lo mío. La frescura del agua salpicando mi piel se sintió agradable. Envidié a los países de primer mundo que tienen un sistema lo bastante higiénico como para permitirte beber directo del grifo sin temor a contraer amibas o alguna tifoidea.

Los chiflidos y las bullas de los estudiantes comenzaron a sonar con una emoción exorbitante. Estábamos en una escuela católica así que seguramente su entusiasmo no significaba gran cosa. Tal vez era Alan dándole uno de esos termos llenos de jugo de fresas, uvas, guayabas o todas las frutas del mundo combinadas, a Verónica que acababa de terminar la carrera marcando su mejor tiempo, pero también podía ser Deimos mandándole besos al aire a todas esas niñas a las que traía locas.

"El amor esta en el aire"—suspiró Argelia frustrada—"Ojalá todos esos besos fueran solo para mí"

"¿Sabes que otra cosa está en el aire?"—susurré mientras me secaba la cara con una toallita de papel. Ella volteó a verme con una mueca—"Los complejos, los miedos, la lucha de egos, las mentiras, los celos y la soledad"—añadí—"Ah, y dejando de lado las metáforas, también los virus y las bacterias"

"Alguien necesita un café con urgencia"—se quejó.

"¡Moco!"—gritó Alan con un tono entusiasta y demasiado lleno de picardía, mientras se acercaba con su séquito de súbditos, cruzando la inmensa cancha a trote lento.




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