"Los Cuervos Blancos son nuestro némesis. Mátalos cuando los veas.
...Crecí escuchando a los míos decir cosas como esas, pero siempre creí que eran un mito. Un cuento más que usaban los adultos para asustar a los más pequeños.
Y después conocí al clan de Alyeska.
¿Por qué los dejábamos vivir?
¿Por qué los protegíamos?
Los gatos habían matado a todos los gatos blancos excepto a uno.
Las mariposas habían hecho lo mismo.
Las serpientes.
Incluso las lechuzas que siempre se las daban de moralistas.
Sin mencionar que otros clanes habían orquestado la completa extinción de sus contra partes hacía décadas.
Observé a la pequeña niña que bailaba alrededor de la Fuente como si fuera una bruja.
—Una bruja que no sabe lo que es tener frío... —susurré para mí mismo mientras la dibujaba con los restos de carboncillos que a veces recolectaba de las chimeneas.
Los Cuervos Blancos son débiles.
Nos vuelven débiles.
Porque no tienen poderes.
Su único poder es que pueden quitarnos los nuestros.
—Yo podría matarla ahorita si quisiera...—mi aliento se mezcló con la neblina —Y sería fácil, muy fácil...—continué observándola —Y nadie me haría nada porque soy el mejor amigo de uno de los Lacroix.
Estuve a punto de hacerlo pero en cuanto me giré, la vi acariciando con descaro a uno de los cuervos mensajeros de Lyoshevko.
Los conocía bien porque yo los alimentaba.
¿Por qué...?
Decidí aguardar unos días para saciar mi curiosidad.
Después la mataría, pero primero quería entender qué pasaba...
Pero después esa curiosidad se transformó en algo más.
Tal vez al final yo tenía razón y sí eras un poco bruja; Alyeska Belanger."
—Seiten Le Blanc
"Tardaste demasiado..." —susurró, esbozando una sonrisa maliciosa, mientras hacía un ademán elegante y delicado con un mano enfundada en un guante de cuero en crudo, para que las mucamas que trabajaban ahí, se pusieran manos a la obra.
Lo miré por debajo de la inmensa bufanda con la que me había enroscado casi toda la cara y la mitad del cuerpo.
La excusa planeada, era la de siempre: tenía frío.
La verdad detrás de eso: no quería que nadie me reconociera.
La casa de Verónica estaba cerca.
La de Alan a unas calles.
Y no sabía exactamente dónde vivía Fobos, pero estaba segura de su casa también estaba en el fraccionamiento, porque los había escuchado hablando varias veces del Campo de Golf, y porque después de mi experiencia en La casa del monje, sabía de primera mano que ese campo conectaba los jardines traseros de todas las casas.
Mis ojos estudiaron el lugar con nerviosismo, inquietos, con recelo.
Ya había estado aquí antes... una vez.
Pero su inmensidad no dejaba de sorprenderme. Y a decir verdad, se veía mucho más impresionante sin toda la gente, ni el personal de servicio, las luces, las bocinas, la mesa de dulces...
Me destapé un poco la cara en cuanto escuché a la puerta de la entrada, cerrarse detrás de mí.
"No quería venir" —admití sin más—"Pero eso ya lo sabes. Y si hubiera podido postergarlo para siempre, lo habría hecho."
"Es justo" —respondió.
"¿No te molesta?"
"¿Alguna vez me has visto enojado, gatita?" —rió —"Pero no importa. He sido toda la vida un cretino contigo, y no voy a dejar de serlo porque la verdad; es divertido. Pero reconozco que lo mínimo que merezco es que me hables sin pelos en la lengua. Y al final es mejor, porque ya estoy demasiado cansado de las apariencias".
"Pensé que te gustaba..."
"¿Qué?"
"Aparentar, actuar, fingir... como quieras llamarle al circo que siempre montan".
"Ah... no. Esa fascinación por la imagen pública y las apariencias es cosa de ese pajarraco, no mía" —comenzó a caminar por delante, para guiarme, haciendo un eco profundo con sus Ferragamo de piel de cordero entintados con cierta extravagancia. La verdad, él siempre vestía extravagante, solo que como había limitado nuestra convivencia a lo estrictamente necesario, usualmente sólo me tocaba verlo con su uniforme escolar y alguna chamarra—"Las medallas, los diplomas, las fotografías, las pláticas largas, exhaustivas y aduladoras. La labia dulce cuando se necesita o puede conseguirte algo. Garcés es prácticamente un pez en el agua cuando se trata de eso. Bueno, es lo que ha hecho su familia por generaciones, así que supongo que ya es algo natural..." —me ofreció su mano para subir por las escaleras pero en vez de eso, lo pasé de lado y tomé el barandal. Él se limitó a soltar una risita divertida y me indicó que siguiera caminando.
"Pero tú siempre estás ahí. En todas las fotografías, las reuniones, los desayunos, rodeado de esa gente importante. No te hagas el loco, porque he visto más de una vez, fotografías de tu horrible cara en la sección de Sociales de los periódicos..." —comencé a subir por la inmensa escalera que se llevaba el protagónico de su sala, sin esfuerzo. Y no lo miré, porque cuando no me daban ganas de golpearlo, me embriagaba una sensación rara, una descarga, un lazo que aún no estaba preparada para afrontar.
Y tal vez nunca lo estaría.
En cambio, me concentré en lo agradable del clima. Seguramente la construcción entera tenía calefacción, porque de pronto, la chamarra que llevaba encima, comenzó a volverse innecesaria, a sentirse pesada.
"Pero no soy bueno, ni tampoco me gusta. Aunque debo reconocer que no estoy del todo peleado con esas horribles fotografías... me gustan. Como todo lo horrible del mundo." —respondió con orgullo y cierta resolución—"Pero lo mío son los juegos, los excesos, el derroche, la caza, las fiestas en las que no tengo que quedar bien con nadie porque por el contrario, las personas hacen lo que les pida con tal de caerme en gracia, los lugares turbios, con pocas luces, las gabardinas de lana, las bufandas caras, el buen vino tinto, de preferencia en compañía de algún alma miserable que ya no volverá a ver el Sol..."