Emma Myers
Una persona sentándose a mi lado acompañado de un ligero golpe en mi hombro fueron las acciones que lograron sacarme de la burbuja en la que me encontraba totalmente absorta.
Los libros tenían ese efecto en mí, me envolvían de tal manera que todos mis problemas desaparecían y aunque sea durante un par de horas, toda mi atención se enfocaba en ese amor apasionado impregnado en las páginas o en esos mundos lejanos llenos de aventuras. Por eso disfrutaba tanto leer, para mí hacerlo representaba un escape.
Bajé el libro que tenía en mis manos y lo cerré con cuidado. Era mi favorito y me negaba a que este se dañara de alguna forma.
Me acomodé y giré mi cabeza para dar con la persona responsable de que dejara a un lado mi lectura, fue ahí que me encontré con la bonita cara de Sophie Soto; mi vecina y mejor amiga desde los 6 años.
En cuanto mis ojos coincidieron con los de ella, mis labios se curvaron formando una sonrisa, la cual Sophie no tardó en devolver, y con esa simple acción me fue imposible no tomarme unos segundos para admirarla.
Admiré su piel morena, sus ojos marrones claros que siempre parecían tener un brillo característico y su cabello castaño. Siempre me gustó la manera en que este se acomodaba, no era muy largo, pero al final se le formaban ondulaciones que la hacían ver hermosa.
Sophie era una chica muy bonita, de eso no había duda, pero si de algo estaba segura era que su belleza externa no se comparaba en nada con su belleza interna. Ella era la clase de persona que ilumina todo a su alrededor, además de que era la amiga más leal que tenía.
Para ser sincera agradecía todo el tiempo que llevábamos juntas, gracias a ella me mantuve cuerda en muchas ocasiones en las que creí perder la cabeza o en las que creí que no me podría levantar. Ella siempre estuvo ahí, sosteniendo mi mano y protegiéndome de mis peores miedos.
Por ejemplo, el de perder el control.
Ese era mi peor miedo, me atemorizaba estar ante una situación que me hiciera explotar como antes ya lo había hecho, pero que está vez fuera al grado que terminara dañando a alguien y que eso le generara problemas a mi familia.
No quería ser una carga para ellos, mucho tiempo me había sentido de esa forma en mi niñez y me negaba a sentirme así de nuevo.
La boca de Sophie se empezó a mover y aunque traté de que toda mi atención estuviera enfocada en ella, no pude evitar voltear a ver a mis otras amigas; Julia Collins y Tania Brooks. Las dos se encontraban cerca del casillero de Tania, hablando.
Analicé a mis amigas y sonreí al darme cuenta de que Tania traía el mismo atuendo que el día que la conocí. Aún recordaba ese día a la perfección, fue desastroso y en su mayoría malo, pero me llevó a ellas y me dejó una anécdota divertida y rara para contar.
Fue el primer día de clases de unos años atrás. Aquel día sufrí un accidente, uno que me hizo maldecir en todos los idiomas posibles por mi mala suerte.
Era un día lluvioso e iba caminando con Sophie hacia el instituto, cuando un coche pasó a mi lado, rápido y me salpicó del agua de un charco a propósito. En segundos quedé empapada y oliendo a alcantarilla.
Estaba indignada y tener a Sophie riéndose sin parar no ayudó en nada.
Cerré los ojos e inhalé profundo mientras esperaba a que mi amiga terminara de burlarse de mí. La conocía, ella era así, era de las que primero se reía y luego te preguntaba si estabas bien.
Una vez que paró, juntas analizamos las posibilidades y la única que sonó viable en ese momento fue que el problema se arreglara en el instituto. Era una suerte que en él hubiera regaderas.
Para ser sincera hubiera deseado que nadie me viera de esa manera, pero para la mayoría de los que se encontraban en el pasillo fue imposible no notar mi mal aspecto y mi mal olor, por lo cual en cuanto pisé el instituto todos los ojos se dirigieron a mí, haciéndome sentir un estado de vergüenza que nunca había experimentado.
Fue difícil, pasé toda la primera clase sintiendo las miradas de asco de todos, hasta del profesor, que estuvo a unos segundos de echarme del aula. Cuando salimos, las dos chicas que después se convirtieron en mis amigas, Julia y Tania, se me acercaron:
—Hola.
—Hola —contesté, confusa de que estuvieran demasiado cerca.
La mayoría trataba de mantener una distancia considerable conmigo.
—Bueno. No sabemos qué te paso y no queremos incomodarte, pero ¿no quieres mi sudadera? —preguntó en un tono suave una chica de bonito cabello rubio—. Yo traigo otra y creo que ahora tú la necesitas más que yo.
Inmediatamente, Sophie emitió un suspiro de alivio y abrazó a la rubia en señal de agradecimiento para después mirarme con un gesto en su rostro que traduje como: ¿Qué esperas para aceptar?
—¿Huelo tan mal? —pregunté, a pesar de que ya conocía la respuesta.
Las tres compartieron miradas para luego asentir con la cabeza. Solté un gran suspiro y sentí como mis mejillas se encendían de la vergüenza. Estiré el brazo, tomé la sudadera que la chica me ofrecía y las cuatro nos dirigimos al baño que se encontraba a lado de donde estábamos hablando.