El Día Que Decidí Morir

II

 

Un latido se escucha en la oscuridad, creí por un momento que era mío, pero ni en el silencio más absoluto lo había podido escuchar. ¿Por qué ahora sí?

     El llanto de una niña hace que mi rostro gire, evitando fortuitamente la gota mortal, la cual escucho maldecirme cuando corroe el suelo. Miro una escena inusual, y en un mundo en el que se ve de todo, inusual es una palabra mayor: Una niña llora desconsoladamente al lado de un cadáver, el cadáver no es lo inusual, el llanto tampoco. Una espantosa mujer que en los buenos tiempos hubiese sido socorrida; en los primeros días del Gran Evento, compadecida; después de algunos meses, rodeada por el asco que provocaría; ahora puede servir de tapete sin que nadie se detenga siquiera a mirar a la causa de las horribles crepitaciones.

     El cadáver es un cuerpo magro al que se le notan los huesos, tiene el cabello cano y de poca longitud, parece haber sido cortado a mordidas; la cara se encuentra surcada por arrugas, muchas cicatrices e, incluso, algo que no se puede ver, pero percibo como un gesto de amargura; en su expresión se infiere hambre y en sus ojos sed de alegrías nunca llegadas. Su cuerpo parece un tapiz de sufrimiento, envuelto en un vestido amarillo, roto y ensangrentado. Aquella a la que llamo niña, es una criatura enjuta sin edad, nunca he sido bueno en el cálculo de la antigüedad ni el valor de las cosas, así que para qué esforzarme en esa descripción. Su cabello es largo hasta la mitad de la espalda, por partes, pues su crecimiento no es uniforme; su ropa consiste en una blusa, que fue blanca alguna vez, un pantalón de mezclilla un poco grande y unos zapatos negros sin agujetas, todo demasiado sucio —incluso comparado conmigo, que estuve en el suelo de una cueva—; su rostro es tan pobre en grasa que no se nota emoción alguna, aunque sus lágrima hablan sobre la tristeza que la aflige. Ambas podrían ser clasificadas como feas, incluso en este mundo sin belleza.

     Qué desconsolado es presenciar esta escena, en que una hija llora a una madre sin lograr sentir ni un poco de empatía, sólo preocupación por la falta de sentimientos, la expectación morbosa y la venida de mi yo imaginario pasado, representando el sentimiento en mi mente, de algo que ya no puedo experimentar más. Sé que debe ser triste porque esa parte de mí lo dice, porque mi intelecto lo infiere. Increíbles son las cosas a las que los humanos podemos acostumbrarnos, la forma tan fácil en que puede nuestra carne volverse roca y aun así ser blanda y dable de destruir. Ver catástrofe, muerte, llanto, miseria; ese tipo de cosas hace que las ganas de preocuparse por los demás se esfumen, como la vida al caer de las gotas que dan la paz después de un gran dolor.

     Los sentimientos que intentan darse forma se van, como el agua que es absorbida por una coladera abierta. Intento invocar a mi humanidad, esa capacidad que ahora, para los fines del instinto de conservación, no sirve de nada; por ello, lo único que surge en mí son unas ganas inmensas de matar a esa insignificante criatura, que no es más que una masa móvil que no significa nada, que es débil y aborrecible. Tal vez mi caridad intelectual quiere proporcionarle el remanso que no me atreví a darme, o quizá tenga envidia de que ella aún tenga la facultad de sentir.

     Si creyera en un Dios, no la mataría, ese Dios impío ha dejado que todo esto ocurra. Ese Ser al que pedí tantas veces ayuda, supliqué misericordia, rogué por comprensión y al que ahora reclamo la muerte. “Qué algún día lo comprendería”, me decían, sigo esperando por esa iluminación.

     Por eso no, alguien como ella, que no pierde sus sentimientos aun nadando en la mierda, no merece estar con ese ser tan cruel y despreciable. ¡No te daré ese gusto si es que existes!

     —¡Estúpida niña! ¿Qué ganas con llorar? —espeta mi lengua sin pedirme permiso— ¿Acaso volverá a la vida? Si a esto se le puede llamar vida. Eres cruel y egoísta, alégrate por ella y reza porque la hora te llegue pronto, si no eres lo suficientemente valiente para terminar con ella.

     —No. Yo no puedo morir —dice, la niña, sin mirarme, con la voz contaminada por el llanto, suspira para recuperar el aliento y continúa como si me interesara lo que tiene que decir—. Ella dio su vida por mí. Como deuda, yo debo morir por alguien, es el único modo en que puedo pagar la cosa más cara que alguien me pudo dar jamás. ¿O acaso has visto este tipo de sacrificios últimamente?

     —N-no —digo muy bajo, pero creo que me escucha. Es increíble en verdad. He visto a hijos matar a sus padres, madres abandonan a sus hijos y hermanos matan a sus homónimos por un pan. Esto es lo inusual en la escena, el dolor sincero por alguien más. Observo como quien admira una obra a la que nunca más tendrá acceso. Permanezco extático.




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