El Día Que Decidí Morir

IV

El mundo se transforma, como si entrara en una realidad que quizá dejé de ver, erosionando las formas delante de mí y siendo remplazadas por cosas que perdí. De pronto, ya no sé si esto es un sueño o salí de una pesadilla, cualquiera que sea la realidad, espero permanecer aquí… pero no en este día.

     Qué escena tan real. Huele a flores, a vida, a pureza. Parece increíble que hace apenas dos años todo era diferente. Fuimos advertidos y nos reímos: “¡Cómo va a acabarse el mundo, el agua, las especies!”, decían, “Son inventos de los gobiernos porque resulta costoso trasportar agua y recolectar basura. Controlar el consumo mediante el miedo, es una buena estrategia para economizar”. ¡Qué estúpidos fuimos! Pero la basura sensible no era la única que pervertía el planeta. A diario se escuchaban de robos, asesinatos, defraudaciones; un fratricidio constante. Ya no se podía confiar en nadie, algunos ni en su familia.

     Al pensarles, mis familiares desfilan frente a mí, sosteniendo regalos y bocadillos —suspiro mientras aparecen—. Mi familia estaba formada por gente honrada, trabajadora, inteligente y devota, seguidores de las buenas costumbres. Iluso ganado que se portaba bien mientras los demás disfrutaban de lo lindo la vida. Hipócritas, como todos los humanos, que se quitan la máscara sólo en situaciones especiales.

     Para que la hipocresía social funcione, en ocasiones se vale de las máscaras que se usan, en otras de los lentes que utilizamos. Decir madre es adjudicar una serie de propiedades que parecen pertenecer a una persona, que la conforma tan tangiblemente como cualquier costilla. Veo a la mía, con su peinado de salón —aunque la reunión es familiar y son las nueve de la mañana—, su collar con perlas que mi padre le regaló luego de aquel obsceno mensaje que mi madre descubriera por error en su celular. Su sonrisa perfecta me hacía sentir tan en casa, tan amado; mi hermana y mi hermano, acérrimos competidores y confiables amigos, bellos y confiados en sí mismos; y mi padre con esa sonrisa de persona pública, sus formas políticas al hablar, nunca nadie podría decir que lo conoció realmente. De pronto ella, Alba, con su sonrisa espontánea al verme, hace que mi corazón lata a mil y logra que todo deje de importar. El resto de la familia no ocupa más descripción en mi mente.

     —Feliz cumpleaños, amor —dice y todo se vuelve relativo. Me besa y quisiera prolongar este momento agradable, hacerlo eterno o, por lo menos, avisar lo que sucederá, pero el tiempo sigue imperturbable y yo estoy atrapado en mi cuerpo que actúa del modo equivocado en que lo hizo entonces.

     El recuerdo me asalta cuando quiere y aunque puedo reflexionar sobre él mientras ocurre, no puedo modificar nada, por más que lo intente. Esta memoria es mi infierno personal.

     Un caluroso 3 de julio se asomaba por la ventana, prometiendo un ordinario cumpleaños sorpresa, como lo habían sido desde la secundaria. Finjo asombro, como de costumbre. Aunque mi alegría no es falsa, deseaba con todas mis fuerzas un pequeño cambio, algo que lo volviera diferente, impredecible, trascendental. Ahora me arrepiento.

     Recuerdo que me desperté ese día, deseando quedarme en cama inmóvil, olvidar que “era mi día” y que pasara inadvertido, pero no. Sabía que debía apresurar mi despabilamiento y comenzar mi aseo personal o no podría hacerlo hasta entrada la noche. Así que miraba los arreglos de la casa con condescendencia e intentaba no bostezar. El evento era tan rutinario que caí en la cotidianidad, sonreí sin esfuerzo, comí sin apetito y miré los números de las velas con desagrado. “Otro año”, dije en mi fuero interno y suspiré. Una alegría ilumina mi corazón y alimenta mi sonrisa. Tenía algo planeado que cambiaría mi vida, pero que no se pudo realizar.

     El recuerdo salta de la insustancialidad —combinada con pequeñas alegrías cotidianas, el rostro de Alba y mi amor por ella, unida al deseo de cambio y la añoranza que siento al admirar el recuerdo— a un momento apremiante. Después del momento agradable y mientras comunicaba una noticia importante a Alba, algunos eventos extraños comienzan a acontecer: una transmisión de televisión interrumpida, cristales que se rompen y, después de un momento de calma, el suelo se cimbra confundiéndose, al principio, el movimiento con un simple mareo. Al mirar que la casa se balancea fuertemente todos nos comenzamos a alarmar, pero nos comunicamos con los ojos que no hay nada que temer y acordamos salir con calma y en silencio, que todo estaría bien, que estábamos juntos en esto. Al reflexionar, tiempo después, me parece como si alguien nos hubiera tomado de los hombros y sacudido para comunicarnos un ferviente “te lo dije”. El evento se detuvo y en ese instante hubo unos segundos de tranquilidad. Nos miramos confirmando nuestro bienestar y comenzamos a andar. Apenas nos movimos y una réplica más devastadora comienza, la amenaza se hace real y la seguridad incierta. De pronto, una lámpara se vence ante la inminente destrucción y cae llevando desgracia consigo. Alba es impactada en la cabeza, mi corazón se detiene por un segundo y el miedo se incrementa con cada milisegundo de quiescencia en su cuerpo. El comedor nos separa y me preocupo porque el vaivén del suelo no me permite realizar movimientos apropiados para ayudarla.




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