Creo que terminó, todo terminó. ¿O acaso terminó el principio y comienza el final? Tiemblo como hoja de papel. Me siento débil y desamparado, como un niño con un problema que un adulto debiera solucionar; pero no hay a quien recurrir. Tengo ganas de llorar sobre un hombro y creo estar en medio de un desierto. Lágrimas ruedan por mi rostro sin poder contenerlas.
El dueño jadea como una bestia y ríe desdeñosamente. Aún no está en mi campo visual y eso me aterra. Verlo me asusta más, pero es mejor ver la amenaza que esconderse bajo las sábanas y creer que no pasa nada. Aún lo siento en mí. Tengo ganas de explotar en llanto, pero me enseñaron que es incorrecto y creo que me haría más mal que bien. Sería como entregarle la victoria, decir que me ha derrotado. Adolezco y soy consciente de ello, pero ya no importa. Debí hacer algo, estoy atado, lo sé, pero aun así siento que no luché lo suficiente. Me odio más a mí que a él. Aunque el merece la muerte, yo la merezco más.
Tocan a la puerta y me estremezco. Soy la cabra en la jaula del león, aquella que aunque el mundo sabe que vive, que siente, que tiene el mismo derecho de vida que el león; no importa, porque el león es valioso, porque el león es carnívoro, porque la cabra nació para ser devorada, porque prefieren que sea esa cabra a ser ellos mismos quien mantenga la valía del león y su hambre apaciguada. Porque cada quien cumple con su naturaleza. ¡Suerte en la reencarnación!
El dueño avanza, dejándome atrás como si se hubiese tropezado conmigo y no amerite ni una disculpa. Me pasa por la mente la idea de reclamarle, de decirle que no tiene derechos sobre mí, que recuerde que somos personas. Pero yo no soy una persona. No sé en qué momento me convencieron de que era una. ¿Qué soy?
—Llegó el entretenimiento, señor —se escucha luego de que la puerta se escinde y el heraldo recibe un fuetazo en la cara tan pronto como termina la frase.
—“Dueño”, recuerda decirme “dueño” o la próxima vez te castro como a un perro —dice el dueño mientras se rasca el trasero.
—Lo siento, dueño —dice el heraldo sin molestarse—, no volverá a pasar… Son las jóvenes vírgenes que pidió. Ya fueron inspeccionadas por el médico y lo confirmó.
Veo quizá a cinco jóvenes desnudas con ojos lacrimosos en el umbral de la habitación, intentando permanecer erguidas. Sus ojos demuestran miedo, pero parecían conocer su destino. Todas llevan una correa en el cuello y el heraldo las conduce.
—Déjame a la chichona y llévate al resto… Oh, y trae al caballo. Estoy aburrido.
—Cómo diga, dueño.
El heraldo le cede la cuerda de la mujer de senos grandes. Ella se deja dirigir por él. Se nota que sufre en silencio. Debe temer lo que le pasará, pero más debe preocuparle las consecuencias de no satisfacer al amo. Me pregunto qué concepción de vida tiene esta gente, que prefiere sufrir los abusos a cortarle el cuello a este canalla y morir al mismo tiempo, con un gramo de dignidad y con absoluta libertad.
El dueño vuelve al sillón, camina desnudo y se sienta. —A ver muñeca, complace a tu dueño.
—¿Qué desea que haga?
—¡Pues no quiero que recites una poesía, idiota! Chúpamela o haz algo. No me obligues a ponerme creativo. Velo a él, toda una obra de arte — ella me ve y se asusta, me mira a los ojos y hay un momento de comprensión misteriosa entre ambos.
Creo que nos decimos lo mucho que sentimos nuestra situación, que nos duele el dolor del otro, que si pudiéramos lo liberaríamos de su martirio, pero que debemos hacer lo que se supone, que no hay opción, más que contemplar silentes el dolor de la otra.
Noto que el dueño sostiene la soga endeblemente, apenas dirigiendo el ritmo, pero sé que existe en ella una atadura más fuerte que la mía, que incluso una cuerda sin tensión la mantiene sumisa. Ya no siento las manos, pero si me soltara lucharía. Mis ataduras físicas son más fuertes porque nada me sostiene a la tierra. Las de ellas están sujetas por un lazo, creo que cursimente le llaman “afectivo”, lo hace por alguien más, protege a alguna persona. Es en estas circunstancias cuando un delgado lazo se vuelve cadena.
El dueño es fuerte, muy fuerte, por una razón insuperable: aquel que domina la emoción de otro es sumamente poderoso, porque a pesar de que nuestro sistema nervioso es autónomo, si alguien controla lo que pasa en él, como a control remoto, es digno de temer. Hay de aquel que muestre a otro cómo dominar sus emociones, porque sería mejor morir o matarle a quedar a su merced.