—…Alba eso es ridículo, ¡la pena de muerte a esos infelices es lo mejor que podemos hacer como sociedad!— digo con euforía a Alba.
—Si nosotros los matamos ¿eso en qué nos convierte?— responde quitándose las gafas y mostrando sus radiantes ojos marrones.
—En asesinos no. Estoy seguro.
—¿Y acaso no quitamos la vida por decisión? Aunque nuestras manos no sean las ejecutoras directas, tendremos su sangre en nuestras manos. El hecho de que un Estado cree el derecho a matar por dictamen, no significa que no sea un acto reprobable. Imagina que un día legalicen la prostitución de niños. Eso dejaría de ser un delito penalmente, pero considero que no hay modo de justificar algo que es malo en su principio. Quitar la vida es destructivo, en al menos un sentido, el de arrebatar la vida. Si el principio es malo, lo que venga bueno después de él no puede ser verdaderamente bueno, dijo Karl Jaspers, y también habló de cómo el vencedor decide la suerte del vencido, siendo éste quién elige en qué proporciones lo que el otro hizo es malo y digno de castigo. La decisión de la muerte es un acto del vencedor, te capturo y ahora decido que ojo por ojo. Creo que, a menos que mi vida esté indiscutiblemente en peligro, nunca podría desear ni propiciar la muerte de otro ser humano. El humano es el único ser conocido que puede concebir y pensar sobre la vida, a partir de eso tiene una responsabilidad para con ella, porque la significa, la experimenta de modo consciente.
—Así como concibe la muerte— arguyo seguro.
—No. No concibe la muerte, concibe la no vida. Cuando la muerte llega, ya no es experimentable. Sólo sentimos la pérdida de vida.
—¿Cómo cuando siento que te pierdo?
—Qué modo de cambiar un tema serio por una trivialidad, típica señal de tu derrota intelectual. Déjame continuar con mi tesis.
Da la vuelta, pero la tomo por la cintura y la halo hacia mí.
—¡Suéltame!— dice.
—Te amo.
—Te odio… Bueno, ya bésame.
En una ocasión casi perdí a Alba, durante una cirugía a corazón abierto. Ella creyó que bromeaba sobre lo que dije, pero no. Murió por unos minutos, yo me colé a la galería del hospital y al ver esa línea analógica avanzar recta, pensé en la vida sin ella. Me resultó insoportable. Los minutos allí duraron como esa vida misma de imaginería y sí, la vida se experimenta, así como la pérdida de la misma. La vida es interpretar y dar sentido, configurar el entorno de modo que la sustente, pero cuando ésta se desconfigura, la vida se fuga. Cuando simplemente no podemos reparar ese daño, la pérdida de vida debe ser peor que la muerte, pues se es consciente de ella.
Otra gota mía cae en el suelo. Agonizo, con tan poca vida, que casi puedo decir que así se siente la muerte. ¿O la muerte no se siente? ¿Será mi “nada” lo que me espera? Aunque una parte mía sueña con volver a ver a Alba, no creo que eso sea posible.
Escucho algo, el dueño se arrastra hasta un lugar de donde saca algo. Seguro interpretó mi lucha interna y no puede esperar a que dicte su juicio como el vencedor. Viró y me apunta.
—Para qué negarlo, no confiamos el uno en el otro. Tomarás esa aguja, ese hilo y coserás como buena niña.
—¿O qué? —respondo desafiante.
—O ella muere —responde una voz que entra al bunker, llevando a la niña con una pistola en la sien.
El esfuerzo volvió a hacer que la herida del dueño se abriera y sangrara.
—¿Por qué querría salvarla?— digo de la manera más fría que me sale.
—Supongo que porque hizo un gran esfuerzo por llegar hasta aquí. Mató a dos de nuestros hombres. Bueno, supongo que es nadie, entonces la mato.
—No jugaré a tu juego. Jugaremos a mi modo.
—¿Y cuál es ese modo, si se puede saber? —dice el dueño desesperado por su propia vida, que es algo con lo que no quiere jugar y por lo que, incluso, está dispuesto a escucharme.
Su herida no era tan grave, pero la gravedad no importa si se piensa un riesgo inminente de muerte.