Lunes, 6 de febrero.
Había llegado el día en el cual mi estancia en Roma dejaría de ser un desperdicio. Me emocionó tener una excusa diaria para conocer la ciudad a profundidad y de paso, estimular mi cerebro mediante el aprendizaje de un nuevo idioma. Para mi descontento, aquella noche no pude conciliar el sueño sino hasta pasadas las dos de la mañana, debido a una reacción alérgica al gluten en mis piernas por la ingesta de una carbonara el sábado anterior en Trattoria Da Enzo al 29.
A las siete y media desperté agotada y luciendo como un panda, me dirigí a la ducha a regañadientes y después del baño regresé a mi habitación para decidir con que outfit me presentaría en sociedad; no me interesaba crear una impresión en concreto, pero sí verme decente tras casi dos meses de socializar solo con adultos que aparte eran familiares.
Lo admito, deseé hacer nuevos amigos, practicar mi inglés e involucrarme en planes divertidos, sin embargo, no sabía cómo acercarme, me daba pánico hablar con desconocidos.
Desayuné con prisa y salí con mi hermano quien se dirigía al trabajo, por lo cual, optó por dejarme en la estación Eur Magliana de la línea B para que tomando el metro en dirección Rebbibia/Jonio, bajara en Cavour y caminara seis minutos hasta Via del Boschetto donde se encontraba Romit.
Convenientemente, la escuela estaba muy bien ubicada, tenía ambas líneas de metro bastante cerca y caminando un poco podían encontrarse muchas de las atracciones turísticas, entre ellas el Colosseo.
Llegué sin problema gracias a Citymapper, atravesé la entrada principal de un edificio amarillo como cualquier otro, e ingresé por la primera puerta a la derecha.
Estaba muy nerviosa, caminé hacía el fondo del pasillo para encontrar la secretaria; un amable profesor llamado Claudio me pidió esperar sentada hasta que la profesora Marlena pudiese atenderme, cuando estuvo libre, me llamó y facilitó un formulario para llenar con mis datos. Acto seguido, fui enviada a un salón de clase que, para mi mala suerte, estaba lleno de desconocidos que fijaron su mirada en mí una vez crucé la puerta.
“Hi” fue lo único que pude pronunciar y temblando me senté en el primer asiento vacío que encontré. Me preguntaron por mi nombre y origen, cuando comenté ser colombiana, un chico castaño de cejas gruesas intervino para decirme que era español y vaya que fue un consuelo saber que alguien más hablaba mi idioma.
A él le siguió el resto, una rusa que vivía en Múnich, otra rusa que vivía en Londres, dos franceses, un finlandés, una suiza, una israelí, un chipriota y otros que no recuerdo.
Llegó la profesora, Giulia, y comenzó la clase preguntándonos lo mismo que ya habíamos compartido, solo que esta vez nos lanzó una pelotita para decidir el orden en que nos presentaríamos y claramente, teníamos que hacerlo en italiano.
La clase fue bastante agradable; como mi primer idioma es el español, me resultó sencillo entender las reglas básicas del italiano.
Al recreo quise estar sola pero la rusa que vivía en Múnich decidió hacerme conversación e incluso acompañarme a una librería para comprar un cuaderno de notas. Se llamaba Margherita, tenía treinta y tres años y se quedaría en el curso solo una semana. Como ella, la mayoría de los compañeros eran considerablemente mayores lo cual me desanimó, aunque me ahorraba tener que socializar.
Al final de la clase, todos se fueron y yo me quedé haciendo la tarea y planeando lo que haría esa tarde. Decidí finalmente ir a Trevi para ver la fontana de día, configuré la ruta en Citymapper y me detuve en Piazza del Quirinale tras haber visto la cúpula de San Pietro a la distancia. Permanecí al menos unos cinco minutos apreciando mi entorno, detallando el obelisco a un costado de la piazza y el Palazzo que le daba su nombre.
Para mi sorpresa, la fontana di Trevi no estaba tan llena como prometían los testimonios de quienes antes la visitaron. Después, fui a la Chiesa di Sant’Ignazio in campo Marzio, mi lugar seguro, a deleitarme con su belleza. Media hora después sentí hambre y como mi sensibilidad al gluten me privaba de la comida italiana esa semana, compré un Poke bowl en el primer Carrefour que encontré. Para romantizar mi almuerzo de supermercado, decidí comer sentada en Piazza d´Aracoeli con vista al Vittoriano.
Terminado el bowl, subí 124 escalones hacia la basílica di Santa Maria in Ara Coeli para llevarme una decepción, por eso es mejor mantener las expectativas bajas cuando a templos católicos se refiere, así aseguras sorprenderte gratamente cada vez en lugar de estar comparando.
Salí de la iglesia a un ala de Piazza del Campidoglio, tomé Via di San Pietro in Carcere al ver la Lupa Capitolina y me desvié por unas escaleras hacia Via dell’Arco di Settimio para descubrir una vista espectacular del foro romano distinta a la tan conocida Terrazza sul Foro.
Por el Clivus Argentarius me encontré nuevamente entre la masa turista al tener que caminar por Via dei Fori Imperiali hacia la estación de metro frente al Colosseo. Un cuarto de hora más tarde llegué a Eur Magliana y esperando a que mi hermano pudiese recogerme, visité el Palazzo della Civiltà Italiana que dentro no era más que una tienda Fendi a la cual no me permitieron entrar, entonces, en el primer piso, entre arcos y estatuas, me senté a leer y ver el anaranjado atardecer.
Fue un día fantástico, podría acostumbrarme a ello sin problema. Mi hermano se alegró de escucharme contenta, igual que Silvi. Esa noche dormí como un bebé, despertando al siguiente día con la mejor actitud para regresar a la escuela.
Martes, 7 de febrero.
La jornada fue igual de agradable, a la hora del almuerzo intenté quedarme nuevamente para hacer la tarea, pero la chica suiza, Elisa, me invitó a almorzar con ella, la israelí cuyo nombre era Ella, el chipriota llamado Adamo y el finlandés de nombre Topi. No imaginan lo feliz que me puse, tanto que hablé sin filtro y de más.
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Editado: 20.05.2023