-Señora, debe salir de la cama.- Mary tiraba de mí, pero yo no me moví.- El señor ha dicho que si no estaba abajo en cinco minutos subiría él a por usted.
Tras intentarlo un par de veces más sin obtener mejores resultados, Mary salió por la puerta asegurando que volvería con el Laird. Yo me levante de la cama tras escuchar la puerta cerrarse. Estaba atrapada. Si volvía a casa me encontraría de cara con la ruina, o en el caso de ser muy afortunada, uniría mi vida con la del amante de mi prima. Por lo tanto, esa no era una opción. Mientras que si bajaba al salón y me casaba con el Laird... me convertiría en la señora del castillo, sería casi como una reina. La verdad era que en todo el tiempo que llevaba en el clan todos, menos mi futuro marido, me habían tratado muy bien: Mary se había convertido en una gran confidente, la señora Kate en un apoyo incondicional, John en mi gran amor y el capitán Duncan en un fiel aliado. Todo parecía estupendo, todo menos el novio.
-Veo que ya te has dignado a levantarte.- dijo el susodicho entrando por la puerta.- Date prisa.
-¡No pienso casarme con usted!- grite como una niña pequeña.
-Creí que ya le había quedado claro que no hay otra opción para ninguno de los dos.
-No puedo unir mi vida a la de un hombre como usted.- Mis palabras parecieron dolerle más de lo que yo habría imaginado.- Desde que llegué no ha hecho más que mentirme, insultarme y humillarme ¿Por qué me casaría con usted? No, no lo haré... A menos que jure unas cuantas cosas y lo pongas por escrito.
-No pensé que fuera tan desconfiada.- Dijo divertido y sorprendido por el punto al que había llegado nuestra conversación.
-Ya, ese es su problema, no piensa.- dije sarcástica.
- ¿Cuáles son sus exigencias?- No esperaba que él diera su brazo a torcer tan fácilmente, y la verdad no había pensado muy bien que demandar, así que comencé a improvisar.
- Lo primero es que me pida perdón, pero perdón de corazón- Esperé, pero viendo que no diría nada proseguí.- Si incumple alguna de las clausulas el matrimonio no será válido y quedaré libre.
-Creo que está exagerando.
-Yo no lo creo, es de mi vida de lo que estamos hablando. No volverá a mentirme. Tendré el mismo poder que usted, tanto en el castillo como sobre los hombres. Podré comunicarme con mi familia. Seré libre de hacer lo que desee y podré exigir tres cosas más sin condición alguna. – Por primera vez desde que llegué al castillo me sentí realmente escuchada por el Laird, parecía meditar y memorizar cada una de mis exigencias.
- Bien, pero yo también tengo mis exigencias. La primera es que no intentarás escapar, la segunda es que cumplirá con tus deberes conyugales como mi esposa y la tercera es que nunca jamás tendrá un amante. Y con respecto a sus reclamaciones podrá comunicarse con su familia cuando me dé un hijo y podrá hacer lo que desees, pero sin dejar de entrenar. A... y me guardo una última exigencia sin restricciones. ¿Trato hecho?- Dijo extendiendo su mano.
-Tú tampoco podrás tener amantes.- dije dándole la mano para cerrar el trato.
-Acaba usted de malgastar una de sus tres exigencias con una petición innecesaria. Yo no tolero las infidelidades.- Añadió con seriedad- ¿Podemos casarnos ya?
-Mientras me cambio más le vale poner nuestro acuerdo por escrito. No diré el sí quiero hasta ver ese contrato firmado por los dos.
Y sí, así de sencilla había resultado la venta de mi libertad. No obstante, si lo miraba con perspectiva, yo había salido ganando. En cualquier otro matrimonio el novio se habría llevado mi dote y yo me habría convertido en su propiedad, sin embargo ahora, ahora iba a convertirme realmente en la señora del castillo ¡iba a ser igual al Laird!
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Todavía tardamos un par de horas en "celebrar" nuestra unión. Bueno, no es que celebrar fuera la palabra exacta que describiera nuestra boda, o por lo menos no por nuestra parte. El clan sin embargo, sí que parecía entusiasmado con la boda.
Tras firmar nuestro acuerdo John entró en el salón hecho una fiera.
-NO-no puedes casarte.- Gritó acercándose a mí.- yo-yo la vi pri-primero Deimon. Es mía y-y la quiero.- Añadió mirando con desprecio a su hermano.
-Jonathan por favor, no estamos para tonterías. Suelta a la señorita Sant.
-Se-se llama GLO-GLORIA, y yo-yo la quiero ma-más que tú.- gritó con los ojos empañados.
-John cariño.- Intervine antes de que el Laird volviera a hacerlo.- Sé que me quieres mucho más. Todos lo sabemos, pero ahora seremos hermanos, podremos estar juntos siempre ¿No quieres eso?- él me miró dudoso.
-¿Pe-pero seguiremos juga-jugandondo solos?- preguntó smirandome a los ojos.
-Por supuesto que sí, jamás dejaría que el gruñón de tu hermano me impidiera estar contigo.- dije abrazándolo.
-Está bien.- respondió poco convencido.
Y así, del brazo del mí querido John me uní en matrimonio con el Laird de los MacMin. La boda consistió en un rito en gaélico del que apenas me enteré. La verdad, siempre pensé que el día de mi boda no sería perfecto, pero jamás supuse que pudiera ser así. No obstante era consciente de que no podía tener queja alguna, al fin y al cabo, ¿en qué se diferenciaba mi boda de la que podría haber tenido en Londres? La verdad, estaba segura de que en Londres no habría podido exigir nada, simplemente habría tenido que aceptar todos los requisitos del novio y agachar la cabeza. Solo una cosa echaba en falta, mi familia. Siempre los había despreciado e infravalorado, para mí casarme era una vía de escape, la única forma de alejarme de ellos. No obstante, ahora me daba cuenta de lo estúpida que había sido todos esos años.
Cuando la tarde fue avanzando, el Laird consideró que ya era el momento de retirarnos, y muy a mi pesar tuve que seguirlo. Las manos me sudaban y mi cuerpo era prisionero de pequeñas convulsiones. Nadie me había hablado de qué sucedía entre un hombre y una mujer, ni de cuáles eran exactamente los deberes conyugales. Sabía que los besos eran una parte importante, yo misma los había compartido con French, pero al ver a mi prima y a su amante quitándose la ropa, comprendí que englobaba algo más ¿Pero qué? Por las conversaciones que las matronas mantenían en algunas reuniones, pude deducir que no era del todo placentero y además, la mujer debía estar siempre dispuesta, pero a pesar de intentar unir todas las piezas de las que disponía, estas no parecían encajar del todo bien. Por lo tanto, mis conclusiones inconexas solo hacían que ponerme más nerviosa.