El dragón muere por la boca

Prefacio. A Rajatabla (o de cómo un rinoceronte puede ser el interlocutor perfecto)

Mis padres dicen conocerme, pero en realidad no me conocen.

Se supone que la adolescencia sea una época de cambios graduales, al menos eso nos decían en la escuela. Los míos han sido bruscos, impuestos, a rajatabla.

Los parientes creen entenderte, pero a ciencia cierta, no te entienden. Los amigos tampoco te conocen, aunque hayan crecido junto a ti, aunque hayan pasado tardes enteras jugando a la pelota, o cazando camaleones en el descampado, o escondiéndose en la caja de la escalera, para verles los blúmer a las muchachas que suben a las aulas del segundo piso.

Por eso he dejado de hablarles de mis cosas, de contarles historias y secretos, tanto a mis padres, a mis parientes, como a mis amigos.

Mis padres me miran extrañados si les cuento de la cacería, de las llamas o de los inmensos platos de carne. Me dicen que un muchacho de mi edad no debe soñar con esas cosas, no puede soñar con esas cosas.

Mis amigos se burlan, en principio, si les cuento del vestido azul de la princesa, tapizado con plumas de pavo real, o de la empuñadura dorada de mi cuchillo, o de la velocidad con la que es capaz de correr un rinoceronte. Se burlan y después de mucho reírse, entornan las cejas, me miran con roña, o con algo parecido a la roña, y cierran los puños cuando intuyen que algo no anda bien.

Por eso no les he contado a mis padres, tampoco a mis amigos, que esperaré paciente, bajo la sombra de esta mata de almendras, a que Claudia salga de ese curso de inglés. La saludaré con naturalidad, con mucha naturalidad y le contaré toda esta historia durante las diez cuadras que separan la Escuela de Idiomas de su nueva casa.

No les he contado a mis padres, tampoco a mis amigos, que tengo un plan perfecto, un plan que incluye pinchar las gomas de un auto, organizar una falsa carrera de caballos y convencer a Claudia, después de diez cuadras, que ya no soy aquel chiquillo que le miraba los blúmer bajo la saya de uniforme, aquel chiquillo que le enviaba mensajes en el aula con el dibujo de un corazón partido por una flecha, con su nombre y el mío entrelazados y difusos.

Diez cuadras para contar esta historia y convencerla de que soy un hombre de bien, que después de haber matado un par de dragones, ya nada me puede asustar, ya nada me puede vencer.

Los rayos del sol se filtran a través de las hojas en la mata de almendras. Yo me recuesto al tronco y repaso cada fragmento de lo que debo contar. He tomado algunos apuntes en una libreta para no olvidar los detalles y casi he construido una novela, o algo parecido a una novela, que quizás le muestre alguna vez a mis padres, a mis parientes, o a mis amigos, aunque no lo entiendan, aunque me miren extrañados o cierren los puños.

A fin de cuentas lo diferente trae consigo una fuerte carga de desconfianza, y hasta de envidia. Ya les hubiera gustado a mis amigos cruzar aquel bosque con la caída de la tarde, tras el rastro de un animal enorme, mezcla de oso y jabalí. Ya hubieran querido hacer el primer disparo que espantó a todas las aves del reino, haber llevado, primero con orgullo y luego con un poquito de vergüenza, el apodo del Hombre Trueno y tener su propio escudo, con una insignia muy parecida al símbolo de la Empresa Cubana de Electricidad.

Repaso mis notas. Desde el aula, en la acera de enfrente, llega la voz de la profesora de inglés, que les enseña a sus alumnas cómo preguntar los precios de un producto en una tienda, una cafetería o un restaurant.

Imagino a Claudia preguntando los precios de un par de zapatos en una tienda de Miami, el precio de un café con leche en el aeropuerto, o el de un plato de espaguetis en el centro comercial; ese centro comercial que deberá quedar justo a veinte metros de su oficina, donde archivará papeles, atenderá el teléfono y organizará agendas durante ocho horas diarias.

Imagino a Claudia echando a perder su juventud del otro lado del mar, practicando el inglés, olvidándose de mí.

Repaso mis notas con más fuerza. Leo en voz baja. Añado algunas oraciones, me invento algún que otro detalle y trato de que esta historia sea contada de principio a fin en diez cuadras, como una novela de diez capítulos. Miro de soslayo a  mi rinoceronte, que descansa sobre este suelo caliente bajo la mata de almendras y le cuento tal epopeya, como si se la estuviera contando a Claudia, o mejor, como si se la estuviera contando a los demás, a mis padres, a mis amigos, como si estuviera leyendo una novela. Él levanta la cabeza, parece entender y yo continúo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.