Al alba siguiente, en la Cámara de los Ecos, el aire se volvió ácido. Kaelgor irrumpió como un derrumbe consciente, sus cascos dejaban marcas de herradura que supuraban lava en miniatura. Eldrion, de espaldas, trazaba runas sobre el Mapa Viviente —un tapiz de mercurio donde los continentes se retorcían en tiempo real—. Las gotas de sudor del mago elemental caían al mapa, convirtiéndose en microtsunamis que arrasaban ciudades en miniatura.
—¿Sigues entretenido con tus espejismos de plata mientras mi pueblo bebe veneno? —rugió Kaelgor haciendo temblar los frascos de esencias lunares alineados en los estantes.
Eldrion no se inmutó. Con un giro de muñeca, cuatro Esferas Primordiales emergieron:
1. Ignis: lava solidificada en forma de cerebro humano.
2. Abyssa: agua negra que contenía ecos de gritos ahogados.
3. Aerion: viento comprimido en un diamante que silbaba.
4. Terran: un cristal geodo con latido de corazón.
—Cada movimiento aquí —dijo el mago, y su voz hizo vibrar los huesos del tempo— es un latido del corazón de Thalassara. ¿Crees que soy ajeno al dolor de tus pozos? —Al pronunciar "dolor", Abyssa estalló, proyectando un holograma de acuíferos enfermos.
Kaelgor golpeó el suelo con su martillo Rompecielos, haciendo emerger una estalagmita de basalto que atravesó el holograma.
—Tus poemas cósmicos no sacian la sed de mis crías —escupió, acercándose hasta que su aliento —que olía a diamantes pulverizados— empañó las esferas de Eldrion. Los oceánicos nos roban lo que es nuestro por derecho cósmico.
El mago entrecerró los ojos. En el izquierdo, un huracán de arena devoraba pirámides.
—Los derechos —susurró— son cadenas que forjan los necios al golpear yunque de soberbia. —Un chasquido de dedos desintegró la estalagmita en arena que deletreó: Equilibrio o Extinción.
Un silencio cargado de electricidad estática llenó la sala. Por primera vez, Kaelgor retrocedió. Las vetas fosforescentes de su torso parpadearon como constelaciones agonizantes.
En La Perla Quebrada, Kaidos, el Vagabundo de la espada, observaba el horizonte desde su rincón de sombras autorreplicantes. Su espada, Susurro de Eclipse, vibraba en frecuencia con los sollozos del planeta.
De pronto una niña marina se le acercó tímidamente, sus pies descalzos dejaban huellas de fitoplancton brillante. En sus manos, una estrella de mar pulsaba con luz ámbar, sus cinco puntas latían en desincronía.
—Los abuelos dicen que esto pasa cuando el Abismo despierta hambriento —murmuró, depositando la criatura en la mesa. Antes de desaparecer, sus branquias emitieron un sonido de flauta rota.
Kaidos tocó la estrella. Quemó. No como el fuego, sino como memoria de una herida olvidada.
—El océano no advierte… anuncia —murmuró, guardando el artefacto en su bolsa de piel de kraken juvenil.
Cuando cayó la noche, desde las profundidades Korvathys, el devorador de poderes, emergió cerca de las Montañas Elementales. Su armadura era un exoesqueleto de coral carnívoro que crujía como huesos de gigante masticados. Voracidad, su espada, era una lengua de megalodón fosilizada con venas que absorbían energía vital en jadeos sónicos. Los marineros del buque Alba de Obsidiana no tuvieron tiempo de gritar: sus cuerpos se deshidrataron en segundos, dejando estatuas de sal con expresiones de éxtasis aterrado. Terminado su ataque saltó de vuelta al mar, y las olas retrocedieron en un susurro de "Nunca estuvo aquí".
Al amanecer, Kaelgor encontró las estatuas. La grieta que abrió en el muelle no fue solo ira: fue un jeroglífico involuntario que replicaba la cicatriz en el costado de Thalassara.
—¡Esto es una declaración de guerra! —rugió, golpeando el suelo hasta partir el muelle en dos. Los testigos huyeron, algunos tropezando con salineras que crecían donde cayeron lágrimas de las estatuas.
Esa misma tarde en la Cúpula de los Susurros, sala suspendida entre mareas y nubes de hidrógeno, los líderes se reunieron bajo el ojo de Aethoniel, la guardiana Lunar. Su armadura, tallada en luna llena comprimida, proyectaba fases cambiantes que iluminaban hologramas del núcleo planetario agrietado.
—Cada grieta en el coral es un jadeo del planeta —advirtió, y en sus pupilas dilatadas se vio reflejada una luna llena con cicatrices—. Ignoren esto, y mi raza no será testigo... será juez.
—Retiren sus taladros de cristal, y detendremos las marejadas —rugió Korvak, clavando su tridente en el suelo de mármol líquido, pero cuando Korvak clavó su tridente, Aethoniel desvió inconscientemente un rayo de luna hacia el mármol líquido. Las aguas mostraron una visión de su armadura hecha añicos bajo el peso de una marea negra. Korvak endureció la mandíbula, pero un temblor en su tridente delató que había visto el augurio.
Lyrin Voss, El Rey Dragón, aplastó un fragmento de coral muerto con su garra enguantada. Las escamas de su armadura —ojos de reptil fosilizados— siguieron cada movimiento de Korvak con avidez depredadora.
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Editado: 11.05.2025