El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXIX: La Noche que Devoró sus Nombres

En un universo distante, un lugar que se alzaba como el segundo en la infinita cadena de la creación, las estrellas no eran simples astros, sino ojos que todo lo observaban, y los planetas susurraban secretos ancestrales entre sí. En este reino de maravillas y misterios, Vhorix, el Devorador del Tiempo, recibió un mandato que resonó en las fibras mismas de su ser. Su líder, una entidad envuelta en sombras, cuya voz era un eco profundo como el abismo de un agujero negro, extendió una mano incorpórea hacia Thalassara y pronunció:

—Equilibra la balanza… ellos te necesitan, pero ten cuidado. Puede ser tu última misión.

Vhorix, con la serenidad de quien ha contemplado el nacimiento y la muerte de innumerables galaxias, asintió en silencio. Sus dedos, hábiles y precisos, ajustaron el reloj de arena cósmico que colgaba de su cintura. En su interior, los granos de tiempo brillaban con el polvo estelar de mundos extintos, cada uno una historia perdida en el olvido.

—Como ordene… pero después de esto, mi deuda quedará saldada.

Con esas palabras, Vhorix se sumergió en un portal que se abrió ante él como una herida en el tejido del cosmos. Mientras cruzaba el umbral, su reloj comenzó a proyectar imágenes de los sucesos que ya se desarrollaban en Thalassara: batallas, traiciones, y el lento desmoronamiento de un mundo al borde del colapso.

—"El tiempo no perdona… pero yo sí." — murmuró Vhorix, cerrando su puño con determinación antes de lanzarse al vacío interdimensional, donde las leyes de la realidad se doblegaban ante su voluntad.

Y así, el Devorador del Tiempo inició su viaje, llevando consigo el peso de eones y la promesa de un destino que solo él podía cumplir.

En el lugar donde Pyralis cayó, la nieve que cubrió las vastas llanuras se negó a derretirse… nunca. Era una nieve distinta, fría como el vacío del espacio y eterna como el recuerdo de aquel día. Los guerreros dragón, cuyas escamas brillaban bajo la luz de la luna, y los asesinos, cuyas sombras se deslizaban en silencio, comenzaron a llamar a aquel lugar "El Luto de la Doncella". Un nombre que resonaba con el dolor de una pérdida que el tiempo no podía sanar, y que la tierra misma parecía llorar en un susurro helado que nunca cesaba.

Aquel día, el cielo sobre Thalassara se extendía despejado, pero no era un día ordinario. Las nubes se habían retirado, como si temieran ser testigos de lo que estaba por ocurrir, dejando al descubierto un firmamento desgarrado por grietas de luz púrpura que brillaban con un fulgor inquietante, casi enfermizo. El Bosque de los Susurros se alzaba como un monumento a la muerte: un lugar donde la vida había sido borrada, donde los árboles carbonizados se erguían como esqueletos gigantes, y las hojas muertas crujían bajo cada paso como huesos secos triturados. Era un paisaje que gritaba en silencio, un eco de lo que alguna vez fue y nunca más sería.

En medio de esta desolación, Khra’gixx, el Cazador de las Sombras, avanzaba con una calma que helaba el alma. Sus garras afiladas rozaban el suelo, dejando tras de sí marcas negras que parecían devorar la luz, como si el propio suelo se resistiera a recordar su paso. Su presencia era una opresión tangible, como si el aire a su alrededor intentara huir, incapaz de soportar su esencia. Los ojos de Khra’gixx, dos abismos de oscuridad infinita, brillaban con una malicia ancestral mientras escudriñaban el bosque. No era un cazador cualquiera; era un depredador primordial, un ser que había acechado mundos enteros antes de posar su mirada sobre Thalassara.

Pero no estaba solo.

Un rugido gutural, profundo como el eco de un abismo, resonó en el claro, rompiendo el silencio sepulcral del bosque. Korvathar, el Devorador de Sangre, emergió de entre las sombras de los árboles, su figura imponente estaba envuelta en una armadura hecha de fragmentos de hueso y metal retorcido, cada pieza impregnada era de la agonía de sus víctimas. Sus ojos ardían como brasas encendidas, y su espada, sedienta de sangre, brillaba con un fulgor enfermizo que parecía alimentarse del miedo y el dolor que lo rodeaban.

—¡Tú eres la presa que hará mi leyenda! —rugió Korvathar, con una voz retumbando como un trueno distorsionado. Con un movimiento rápido y brutal, lanzó su espada hacia Khra’gixx, el filo cortó el aire con un silbido siniestro que prometía muerte.

Khra’gixx ni siquiera parpadeó. En lugar de eso, soltó una risa baja y fría, un sonido que heló el aire y envió escalofríos por la columna vertebral de cualquier criatura lo suficientemente cercana para escucharla. Era una risa que hablaba de siglos de cacería, de mundos devorados y de una confianza inquebrantable en su propia oscuridad.

—¿Crees que soy un trofeo? —respondió Khra’gixx, con voz que surgío como un eco desde las profundidades del abismo. Con una gracia sobrenatural, esquivó el golpe de Korvathar, moviéndose como una sombra viva, como si el aire mismo se doblegara a su voluntad. Antes de que Korvathar pudiera recuperar el equilibrio, Khra’gixx extendió sus garras y, con un gesto, convirtió el día en noche. La luz púrpura que rasgaba el cielo fue devorada por una oscuridad absoluta, y en ese instante, sus garras atravesaron el pecho de Korvathar como cuchillas cortando niebla.

Korvathar rugió de dolor, un sonido que retumbó en el bosque como un trueno distante, pero no cayó. Era un demonio poderoso, acostumbrado a alimentarse del sufrimiento ajeno para fortalecerse. Aunque herido, canalizó su furia en una serie de ataques brutales, cada uno más desesperado que el anterior. Su espada, sedienta de sangre, chocaba contra las garras de Khra’gixx, creando chispas que iluminaban brevemente la oscuridad, como destellos de un relámpago en una tormenta eterna.

—¡No puedes matarme! ¡Soy el eclipse carmesí! —gritó Korvathar, lanzándose nuevamente hacia su oponente con una furia ciega. Pero cada golpe que intentaba asestar era interceptado con una precisión letal. Khra’gixx era un maestro del combate, su estilo fluido y calculado, como si estuviera jugando con su presa, midiendo cada movimiento con la paciencia de quien ha cazado durante milenios.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.