La impuntualidad era algo que Samuel no toleraba. De hecho, era una de las cosas que menos toleraba porque le parecía una grosería no sólo para la cita, sino también hacia uno mismo. Eso se lo enseñó su padre, pero no exactamente predicándolo con el ejemplo: Ryan Rosch era la persona más impuntual en la historia, y a Samuel, desde los once años, le pareció una falta tremenda. Inclusive siete años después pensaba lo mismo.
Aquella mañana en otoño, las nubes cubrían el cielo sin presagiar tormenta, la temperatura era fresca pero agradable y el café sin leche que Samuel tomaba sabía a un café de verdad. Él podía sentir la armonía a su alrededor: la gente caminando sobre la acera o trasladándose en coche o bicicleta; las aves volando en pequeños grupos, despegando de los edificios más antiguos; los vendedores de periódicos haciendo propaganda y la mesera a su servicio tan coqueta como de costumbre.
Revisando la hora, Samuel dejó de agitar la cuchara dentro de la taza y bebió un sorbo. Se complació con el sabor amargo de su bebida mientras veía, doblando la esquina, a su cita. Sus amigos, Gayle y Eliza, eran además sus colegas en el trabajo, pero su relación tenía antecedentes desde el primer año en Isgolhud cuando ganaron, junto a Graham y Romina, el Estandarte de Lirio. Desde ese momento se volvieron, los cinco, los mejores amigos.
Samuel los miraba ahora, impasible, recalcándoles con la mirada su falta de modales. Ellos, sin embargo, permanecían imperturbables ante la disposición de su amigo para incomodarlos: caminaban el uno junto al otro, ambos con las manos en los bolsillos, andando con paso seguro. Cuando llegaron a las mesas expuestas del Coffe de Rous y se sentaron frente a Samuel, ninguno habló durante los primeros segundos.
—Deja de mirarnos así, ¿vale? Se nos atravesó algo. —Eliza dijo finalmente, cruzando los dedos de las manos sobre la mesa. Aquella mañana llevaba el cabello recogido en una coleta alta, el rubio brillante como un faro en el anochecer; iba abrigada con un suéter tejido abotonado y las botas de invierno le llegaban a las rodillas. Cierto, no era invierno, pero el inicio del otoño siempre era duro, también, y a pesar de que el clima era fresco, no sentaba mal abrigarse un poco.
—¿Algo grave? —preguntó Samuel.
—No sabría decirlo, exactamente —respondió Gayle—. Parece más que una simple coincidencia.
Gayle era uno de los gemelos Morgan. Como su hermano Graham, tenía el cabello revuelto, castaño y brillante como una noche estrellada; sus ojos grises parecían siempre igualar a una nube de tormenta; era alto, fuerte y cualquiera que lo viera era capaz de caer hipnotizado por su aspecto: sus rasgos angulados eran su mayor atractivo, ya fuera sonriente o cuando se comportaba serio, Gayle robaba suspiros. Estaba serio entonces, y seguía tan guapo como siempre.
—No estoy entendiendo nada. ¿Qué hacemos aquí? —Quiso saber Sam—. Creí que habíamos llegado a un acuerdo de nada de citas en público.
—Es algo complicado: levantaríamos más sospechas si nos escondemos.
—¿Sospechas de qué? —Samuel no lo dijo, pero sus amigos lo conocían lo suficiente para saber que por su tono de voz, se estaba exasperando.
—Samuel… —Eliza se inclinó un poco hacia el frente y miró a su amigo a los ojos. El azul contra el marrón, expectación e intensidad. Samuel frunció el ceño levemente, intrigado, esperando las palabras de Eliza, que por fin llegaron—: alguien nos está culpando por el desastre provocado en el puente de Strange.
Eliza volvió a acomodarse en su silla, sin apartar la mirada de su amigo. Finalmente, Samuel fijó la vista en Gayle, quien estaba recargado también, con los brazos cruzados, pensando. Era algo en serio. ¿Cómo podría?
El puente de Strange era el soporte —literal y metafísicamente hablando— entre la urbe de Rudel y la comunidad de Kincaid: era el lazo entre dos mundos, uno altamente avanzado en la fabricación de objetos indispensables para la magia, y otro especializado en las organizaciones arcanas que mantenían a la sociedad nigromante en la estabilidad. Ambas sociedades funcionaban como un todo: mientras una proveía de suministros a la otra, ésta le correspondía con el orden. Era algo rudimentario, pero hasta ahora había funcionado bien. O, por lo menos, hasta que fue destruido.
Una semana atrás, el cielo se había cubierto de nubes negras, repletas de lluvia que jamás llegó. Lo que sí llegó, en cambio, fue una devastadora explosión en medio del puente de Strange, seguido de humo azul y un estrepitoso accidente que terminó con decenas de personas heridas y otras tantas muertas. Había sido una catástrofe, terminando por considerarse un atentado; sin embargo, quienquiera que fuera el culpable, no había dejado rastro. El ataque se había orquestado de tal manera que cualquier huella que hubiera quedado en la escena había sido eliminada.