Hay agua tras los muros, o al menos eso es lo que creo, porque cuando pego mi oído contra la pared, puedo oír a lo lejos el mismo sonido que emite el agua cuando es arrojada desde una cubeta contra una superficie plana. Hace no mucho tiempo descubrí un hueco en el muro, solo puedo asomar un ojo para ver el exterior, sin embargo, no lo hago muy a menudo, me aterra ver ese inmenso azul y el movimiento extraño que hace, parece algo demoniaco, por alguna razón se siente incorrecto asomarse, y presiento que si papá se entera de que pierdo mi tiempo espiando aquello, se molestará mucho. No obstante, en algunas ocasiones me pregunto qué será, y me permito observar un segundo más, solo uno, con la esperanza de por fin descubrir qué cosa en nuestro mundo tiene ese intenso color, qué puede ser tan grande, mas nunca doy con ello.
Me da miedo que ese sea el lugar a donde van a parar las personas que se portan mal, las que se levantan contra los oficiales, o las que no están en casa a las seis cuando las rejas se cierran. Mamá me dijo una vez que ellos son llevados al cielo, pero cuando le señalé el lugar en donde se encuentran las estrellas, solamente negó. Si lo que está sobre nuestras cabezas no es el lugar a donde van los alborotadores, entonces en definitiva lo que hay tras los muros debe ser ese cielo, pero ¿está el cielo hecho de agua? De ser así, se ve tenebroso.
Pongo una mano sobre mis ojos para que el sol no nuble mi vista, y cierro el ojo izquierdo para concentrarme en lo que ve el derecho. Y pienso, mucho, pero no se me ocurre nada, nada que haya visto antes luce así. Frustrada, me alejo del agujero. ¿Es agua, es cielo, o los dos? ¿Llegaré a saberlo?
—Eleonor, ven a darme una mano. —La voz de mi padre logra que dé un brinquito, ¿llevaría mucho tiempo observándome?
Me pongo de pie velozmente, sintiéndome descubierta infraganti, mientras camino en su dirección pienso en cómo explicarme, podría decirle que veía la forma de alguna grieta, o que estaba descansado… con… la cara pegada a la pared. Pero tan pronto llego a su lado, me pide que sostenga la madera desde la base, y así el espacio que pensaba que sería cubierto por una oleada de preguntas, es ocupado por gruñidos de esfuerzo mientras él clava la madera con el mazo.
—¿Sabes de tu hermano? —me pregunta, cuando el silencio empieza a ser insostenible.
Levanto la cabeza para verle, sus ojos verdes me miran impacientes cuando mi respuesta tarda en llegar.
—Debe estar jugando en algún árbol, aparecerá antes de que sea hora de volver a casa, ya verás —hablo de manera atropellada.
Su respuesta es un sonido de garganta, y continúa clavando la madera hasta que está lo suficientemente firme.
—¿Para qué es la valla, papá? —me atrevo a preguntar, pero me muerdo los labios por miedo a su respuesta o, mejor dicho, a su manera de responder.
—De esta forma, los cabrones de los vecinos se la pensarán dos veces antes de atreverse a robarnos.
Miro a la propiedad junto a la nuestra, los señores Bassett son los únicos que decidieron irse a vivir fuera del recinto de agricultura; los demás recintos son horribles, los que viven en el de los artesanos tienen sus lugares de trabajo dentro del mismo recinto, así mismo los de ganadería, los costureros, los panaderos, etc., y no se les permite salir de ese lugar nunca, a no ser que recibas un castigo, en ese caso te sacan quieras o no. Los únicos que podemos salir de nuestro recinto somos los agricultores, y todo gracias a que la tierra dentro de nuestro recinto que tenían destinada a la cosecha nunca dio vida ni a un frijol, así que tuvieron que dejarnos ir a trabajar al exterior. En nuestro recinto, todos creemos que los Bassett enloquecieron y por ello los dejaron quedarse fuera, es la única razón coherente, pues todos los demás recibimos una paliza si dan las seis y no estamos en casa.
Y, aunque hace meses no se les ve salir de su casa en el campo, papá asegura que se están robando nuestros tomates, tanto así que lleva meses construyendo una valla que, si la intención de los vecinos es robarnos, perfectamente podrán saltarla para llevarse nuestros frutos. Papá es testarudo, no hay forma de hacerle ver que todo aquello es un sinsentido, una vez se le ha metido algo a la cabeza, no hay forma de hacerle ver lo contrario.
—¿Cómo es que estás tan seguro de que nos roban?
Papá sube una sola ceja, y solo ese movimiento basta para que me arrepienta de haber abierto la bocota.
—Solo lo sé, y ya no lo harán más. —Se rasca la barba, el movimiento que hace cuando empieza a molestarse. Prefiero no responder, y se hace un largo silencio.
Todavía falta mucho para que esa valla que construye tenga alguna utilidad, no tenemos el dinero suficiente para pagar todos los pedazos de madera que necesitamos para rodear todo el terreno. Mensualmente por nuestro trabajo tan solo nos pagan lo suficiente para comprar cinco pedazos de madera, adicional a los alimentos y el tributo mensual por la vivienda; si algún plato se rompiera o se necesitara ropa nueva, solo alcanzaría para cuatro pedazos. Del cuadrado en el que trabajamos, apenas ha alcanzado para colocar una línea, y ya no estamos en condiciones para seguir comprando madera. Una prioridad más grande está creciendo día a día, un cuarto hijo, y papá no parece querer enfrentarse a esa realidad.
Mamá dice que papá enloqueció de felicidad cuando llegó Nathaniel al mundo, un varón al que podría enseñarle todo lo que sabía y que ayudaría a cuidar a mamá cuando envejecieran. También me cuenta que nunca vio tanta ternura reunida en su rostro hasta que me tuvo en brazos y notó que heredé sus ojos y el cabello rubio de mamá. Ambos sentían que la felicidad en sus corazones estaba completa, tenían al hombre para ser la cabeza de la familia para cuando papá no estuviera, y la mujer que los cuidaría en el futuro. Por once años todo estuvo bajo control, hasta que una tercera personita empezó a formarse en el vientre de mamá.