El enigma en lo prohibido

Capítulo IX

Nos obligan a caminar, pero no quitan las vendas de nuestros ojos. Alcanzo a escuchar las quejas de algunas mujeres y los gritos de los oficiales que les exigen avanzar. Noto el momento en que entramos a un espacio cerrado porque la luz del sol ya no atraviesa la tela, los hombres nos alinean de tal manera que nuestros hombros rozan los de la mujer que tenemos al lado. La única instrucción que se oye es la de permanecer en silencio, sin embargo, es desobedecida por varias de las chicas presentes.

De un momento a otro me quitan la cinta, cuando volteo a ver hacen lo mismo con la mujer junto a mí, y así hasta que todas tenemos nuestros ojos destapados. Hay al menos tres filas frente a mí, hay todo tipo de chicas, de cabello negro, castaño, pelirrojo, o rubio como el mío. Los ojos, sin importar sus variados colores, son la descripción de la incertidumbre. Todas vemos a nuestro alrededor, como si buscáramos respuestas en las paredes o el piso que nos sostiene, aunque todas sabemos que no hallaremos nada ahí.

Es una casa amplia, limpia y blanca, no hay una sola mancha que turbe las extensas paredes, ni una línea de mugre que ensucie el mármol. El olor a menta me devuelve a los campos, donde Nathaniel y yo le robábamos hojas a nuestro vecino para masticarlas y soplar la frescura que estas destilaban.

Por un corto segundo me siento a salvo, pero la tranquilidad nunca perdura para siempre.

—Paz y bien, jovencitas —brama una voz femenina para hacerse oír sobre las demás. El rechinido de la puerta y el sonido de sus tacones contra el suelo me hace girar en su dirección.

—Paz y bien —respondemos todas al unísono, la mayoría de forma dubitativa.

Muevo mi cabeza para ver entre la multitud a la mujer que se dirige hacia nosotras. Tan solo veo una cabellera rubia y un vestido blanquecino que hace lucir su piel más pálida. Ella se sube a la tarima, pasa sus ojos por todas nosotras con una sonrisa angelical, es ahí cuando noto que es joven, quizá unos veintitantos, definitivamente menos de treinta. Sus ojos son dos zafiros, es la mujer con el cabello más corto que he conocido, con trabajo le llega a los hombros; y sus labios están pintados de rojo carmesí.

Sobra decir que es hermosa, y tiene la postura de alguien que conoce su atractivo.

—Déjenme presentarles mis disculpas, los oficiales son un tanto agresivos en sus formas, ¿no es así?

No hay respuesta, pero eso no hace que se desdibuje su sonrisa, al contrario, esta crece protuberantemente.

—Primero que todo, me presento, mi nombre es Martina Velazco, soy psicóloga de pareja y familia con máster en sexología. Seré quien les impartirá sus clases durante esta semana, y también voy a ser su tutora, en el sentido de que vigilaré sus horas de sueño, de comida, y las acompañaré en los juegos que están previstos, ¿comprenden?

—Sí —respondemos.

—Espero que logren sentirse como en casa, no será mucho el tiempo que estemos juntas, pero procuraré que cada segundo sea por lo menos fructífero.

Se toma un instante para ir de un lado de la tarima al otro.

—Necesito que comprendan la importancia los conocimientos que están próximas a adquirir. Una mujer debe cumplir con ciertos… requisitos para que sea aceptada por su esposo. Sé que hasta el momento solo les han dicho que deben asistir al festival y conseguir un esposo; ustedes y sus familias pueden tener preferencias: la belleza, su color de piel, su fuerza, el número de boms con los que cuenta su familia. Y todo eso está bien, pero lo que no mencionan es que ellos también esperan algo de ustedes que no podrán saber si tienen o no hasta después de casarse y convivir.

Mi ceño se frunce y, por las caras de las demás, adivino que todas están igual de confundidas que yo.

—Deben procrear —concluye Martina—, tienen que hacerlo, eso es lo que sus esposos esperarán de ustedes. Soy consciente de que hasta este momento no les han enseñado cómo se trae un niño al mundo, pero para eso estamos aquí.

Trago saliva.

—Por ahora ya es bastante tarde, así que su primera clase empezará mañana. Lo primero que deben saber es que odio la impuntualidad, en todas las habitaciones hay relojes y por medio de los altavoces se les avisará a qué hora deben estar listas para cada cosa. No lleguen tarde. Son libres de escoger sus camas, un oficial pasará llevándoles sus vestimentas, un cepillo de dientes y una toalla, les pido que cuiden sus pertenencias. ¿Alguna duda?

El silencio es incluso audible.

—Bien —dice, mientras se dispone a bajar de la tarima—, eso es todo por hoy señoritas. Pueden irse a descansar.

La mujer sale de la inmensa habitación y nadie se mueve, ninguna dice una sola palabra. Una chica de cabello negro es la primera en salir de su fila, y todas volteamos a verla como si no creyéramos que se atrevió a tanto. Cuando ella sale por la puerta y no oímos gritos de sufrimiento, una por una empezamos a marcharnos.

La casa es inmensa, con techos tan altos que no alcanzaría ni subiéndome a una escalera, nunca había visto un lugar así. Al pasar por las habitaciones noto que cada una tiene al menos una docena de camas, ya hay chicas organizándose en ellas y oficiales entregando lo prometido. Me llama la atención que nadie entabla una conversación con las personas que tiene cerca, aunque no me sorprende, no hablábamos mucho con nuestros vecinos, ¿qué podía esperarse al estar con completos desconocidos?

Entro al cuarto que encuentro más vacío, apenas hay dos o tres chicas organizando su cama, Camile es una de ellas, y una parte de mí me dice que quizá sea más sencillo hablar con ella pues nos criamos en el mismo lugar, pero su mirada adusta me deja ver que no estoy en lo cierto.

Escojo una cama cualquiera y arreglo las cobijas que hay sobre ella. Posterior a ello, me fijo en el reloj cuadrado que hay sobre la pared, éste marca las siete y veintitrés de la noche.




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