La segunda noche resulta ser la más difícil para mí, no puedo siquiera cerrar los ojos, como si uno de esos ancianos agricultores me hubiese contado la historia de cuando los duendes se tomaron los cultivos y lanzaban piedras a todo el que deseara cosechar. Cuando era niña esas historias solían robarme el sueño, sin embargo, con forme fui creciendo me di cuenta de que no eran más que mitos. Así mismo, descubrí que el problema no es lo aterrador que puede ser lo que te hayan contado, el problema es la mente y las figuras escalofriantes que crea en medio de la noche cuando la penumbra es lo único perceptible y los ruidos extrañamente suenan infernales.
Me encuentro en mi cama, temerosa, con los ojos ligeramente secos, mientras juego con mis uñas y las yemas de mis dedos. Esta sensación en mi pecho es indescriptible, es un vacío que no parece poder llegar a ser llenado jamás, y, al mismo tiempo, calma que llama al mal presagio, calma que sé que no durará.
No me da miedo la oscuridad, ya no más, o por lo menos no en este momento, porque cuando los demonios que hay en mí cabeza son más grandes que las sombras que me abrazan, no hay espectro que me aterre más que yo misma.
Una luz pasa por debajo de la puerta e inmediatamente sé su procedencia, los oficiales suelen pasearse durante la noche vigilando que ninguna intente escapar o algo parecido. Una idea pasa por mi mente como una cometa fugaz, y por más que intento sacarla de mi cabeza, en menos de dos segundos alejo la cobija de mi cuerpo y planto los pies sobre el helado piso, solo para convencerme de que haré lo que haré.
Llego a pasos sigilosos a la puerta y observo por la ventanilla de cristal el exterior, el oficial que pasó hace pocos segundos se encuentra lo suficientemente lejos para no percatarse del movimiento, por lo que abro la puerta muy lentamente hasta que mi cuerpo puede pasar por ella, y después de salir dejo ajustado.
Al principio no tengo muy claro lo que deseo hacer, pero mi cuerpo se mueve por inercia. Atravieso los largos pasillos a gran velocidad, sintiendo el corazón a todo motor cuando escucho un ruido sospechoso, y siento el mismo órgano estrujarse en mi pecho al oír los sollozos de una chica desconocida. A nadie le gusta este lugar.
Atravieso el primer pasillo que me encuentro, la intensidad de la luz es débil y a lo lejos se puede oír el inicio de una conversación. Mis pies se mueven con suma lentitud hacia allá, como si de pronto el mundo se hubiese vuelto a cámara lenta; el olor a limpio que se toma el ambiente sirve de polen atrayendo a esta abejita curiosa.
Llego a la habitación de donde proviene el ruido, y cuando las voces dejan de ser ininteligibles para mi oído detengo mi marcha, mi instinto me demanda dar media vuelta y volver a mi cama, mas no soy capaz. Me quedo ahí con la oreja pegada a la pared, cuidando que la luz de las lámparas no forme sombras que me delaten.
—Los veré tan pronto acabe la semana. —Reconozco la voz desde que dice la primera palabra. Es Martina, el ruido de sus tacones en el piso lo confirma.
—Yo tendré que verlos antes, así que podrás saber de primera mano que errores no cometer cuando se reúnan —habla un hombre por medio de algún tipo de altavoz.
—No será necesario, nunca he tenido inconvenientes a la hora de relacionarnos. Tú, por el contrario…
—Una disculpa, señorita perfecta.
—Sabes que siempre estoy dispuesta a perdonarte.
Se alcanza a oír un resoplido.
—¿Ya tienes un nombre?
—No puedes esperar a que te diga algo como eso tan pronto —contesta Martina, lo siguiente que sé es que apaga la luz de la habitación y camina en dirección a la salida.
Entro en pánico, miro de un lugar a otro sin saber qué hacer. El que me descubra no solo significa el fin para mí, también lo sería para cada miembro de mi familia, sin el precio que dará mi futuro esposo por mi cabeza estarían en la miseria.
El único espacio que hay para esconderme es un cubo de basura, salto en él sin pensarlo mucho, pero me arrepiento de inmediato, sustancias gelatinosas se pegan a mi piel, el olor a podredumbre es insoportable, y al momento de agacharme algo puntiagudo se clava en mi pie. Me tapo la boca con la mano para retener el gemido de dolor, cierro los ojos con fuerza en lo que intento llevar el aire a mis pulmones. El sufrimiento es tanto que siento que mis ojos se nublan un poco, paso mi mano por mi pie para tratar de sacar el objeto, no obstante, noto que sea lo que sea ha atravesado mi planta del pie por completo. Las lágrimas se deslizan de mis ojos por sí solas.
—¿Cuál crees que sea la favorita esta temporada? —pregunta la misma voz masculina robotizada.
—Depende de lo que busquen, hay mucho de dónde elegir —informa la mujer, sin disimular el entusiasmo de su tono—. Hay gallardía, hay inteligencia, fuerza, elocuencia… belleza.
—¿Hay alguna que lo reúna todo? —cuestionan del otro lado.
—Eso tendrá que verse, pero me encargaré de hacer bien mi investigación.
—Deberías ir planteando los perfiles de cada una.
—En eso estoy, en eso estoy —responde Martina sin muchas ganas.
—Este año el festival está del carajo, son demasiados informes por hacer, por dos personas más tendríamos que entregar cuarenta. ¡Cuarenta putos informes! Y en una semana, son unos malditos.
Cuando el dolor se torna insoportable, me muevo solo un poco para que mi pie lastimado no esté apoyado, pero la bolsa y el plástico que hay junto a mí hacen un leve sonido. Me vuelvo de piedra de inmediato.
—Espera… —dice Martina, y juro que mi corazón ya no late más—. ¿Cómo que dos personas para cuarenta? ¿Cuántos hombres son allá?
—Treinta y ocho —contesta el hombre del otro lado, con la naturalidad y la paz del campo—. ¿Y mujeres?
—Treinta y nueve, Efraín, ¡treinta y nueve mujeres! —exclama furibunda, y es la primera vez que un grito tan atemorizante me causa alivio.