El espacio entre tú y yo

CAPÍTULO 1

VIERNES TRECE

Victoria Brown

El reloj marcaba las 4:52 a.m. cuando desperté. Un terrible dolor de cabeza quería acabar con mi vida y los recuerdos de la noche anterior estaban muy borrosos en mi mente. Algunos flashazos venían y se iban. En todos ellos me encontraba yo tomando lo que parecían shots de tequila, bailando, tomando más alcohol y luego un tatuaje de un infinito roto en la parte baja de la espalda de una chica. Estaba sin camisa y su rostro no se veía con claridad, pero lo que sí puedo recordar es que cuando se acercó a mí, su presencia me dio paz. Parecía un ángel y pensé que en vez de ser un recuerdo de la noche anterior, posiblemente se había tratado de un sueño. El sol todavía no entraba por mi ventana, así que decidí seguir durmiendo hasta que la maldita resaca desapareciera, pero para mí desgracia, un movimiento en la cama de alguien que no era yo, cambiaría todos mis planes. «¡Mierda!». Fue lo que me dije cuando vi al chico que se encontraba desnudo a mi lado y del cual no recordaba su cara ni mucho menos su nombre.
―¡Hey! ¡Despierta! Necesito que te vayas. ―Lo golpeé con mi almohada intentando hacer que despertara, pero fue inútil. Parecía que estaba muerto―. Oye, amigo, levántate. La fiesta terminó. Dio varias vueltas en la cama, hasta que por fin despertó. ―Buenos días, princesa ―musitó con voz sensual―, tú me invitaste a tu casa, permíteme ser un caballero e invitarte el desayuno, ¿sí? ―Me mostró lo que supuse sería su sonrisa más encantadora. ―Quiero que levantes tu puto culo de mi cama y te largues ahora mismo ―objeté, ignorando lo que había dicho y con mi brazo señalé la puerta. El chico corpulento, de brazos tatuados y melena larga y desordenada, de nuevo me dio una media sonrisa negando con la cabeza. ―¿Quién entiende a las mujeres? Fue lo que dijo, mientras se levantaba de la cama cubriéndose con mis sábanas al tiempo en que intentaba conseguir sus pertenencias. Durante su búsqueda, observé su abdomen marcado y esa espalda que decían sobre el tiempo que dedicaba a ejercitarse. No estaba nada mal y tenía sentido que despertara en mi cama, aunque no recordaba nada de lo que había sucedido. ―¡Ya entiendo! ―exclamó, como quien descifra un gran misterio―.
¡Eres de las chicas que no involucran sentimientos! ¡Déjame adivinar! ¿Un imbécil te rompió el corazón y ahora crees que el amor es una mierda? ―¿De verdad crees que voy a tener esta conversación con alguien que ni siquiera conozco? ―¿Y lo que hicimos anoche no cuenta? Para mí eso fue una gran presentación y podría decirse que ya nos conocemos muy bien. ―Recorrió mi cuerpo con su mirada―. Por eso te voy a decir que es verdad, amar es complejo y es solo para valientes. Pero, por más que quieras, por más que lo evites y te opongas, al final te encuentra. ¡Es inevitable! Además, bonita, aunque te escondas en el papel de chica ruda e insensible, puedo ver como con la misma intensidad con la que le temes al amor, con la misma fuerza, lo deseas. Una lástima no ser yo tu alma gemela, pero siempre que quieras puedo satisfacerte con buen sexo. El chico seguía usando ese tono de egocéntrico seductor y esa sonrisa que ya empezaba a perturbarme. ―Por cierto, me llamo Nicolás, pero tú ya me puedes decir Nico. Y sé que lo dejaste claro anoche, pero ¿estás segura de que no quieres darme tu número? ―Lo que puedes tener es la amabilidad de largarte ya mismo antes de que te quite esa sonrisita de «chico sexy» que tienes. ―Entiendo, entiendo. Está bien, ya me voy. ―Abrió la puerta, pero antes de salir, agregó―: Por cierto, gracias por lo de «chico sexy». Me guiñó el ojo y se fue. Siempre era de irme a los excesos. Pocas veces sabía cuándo parar, aunque honestamente, nunca pensaba en parar. Iba al límite. Fiestas, alcohol, sexo y una vida llena de libertinaje, era todo lo que conocía. Creía que no me hacía falta nada, hasta que alguien, sin previo aviso, me haría entender que nunca estuve tan equivocada en mi vida, pero es que, ¿cómo puedes anhelar algo que nunca has tenido?
Salí de mi cama y el contacto del frío del piso en mis pies hizo que me estremeciera de forma involuntaria. De inmediato, me dirigí a la cocina. Necesitaba mi dosis de café para comenzar el día, y por supuesto una aspirina que aniquilara el dolor de cabeza que no pude calmar, gracias al idiota que amaneció en mi cama. Debía presentarme en un nuevo instituto. Mi tutor consiguió que me aceptaran después de que me expulsaron del anterior. Ya iban a mitad de curso y tuve suerte. O eso fue lo que me dijo la última vez que hablamos, pero yo no le veía la fortuna. Me explicó que con mi historial no sería fácil encontrar escuela, nadie quiere a alguien que escribe en la pared de la entrada de la escuela «Váyanse a la mierda», y lo firma con su nombre y apellido. Que incita a revoluciones escolares por falta de máquinas dispensadoras de sodas, o que organiza huelgas para que se bajen los precios de la tasa estudiantil, con el objetivo de lograr que las personas de bajos recursos puedan tener acceso a una buena educación. Pero cómo iba a saber que en ese instituto no se respetaba el arte ni la libertad de expresión. ¿Defender nuestras ideas no es lo que se supone nos deben enseñar en las escuelas? Una vez lista, tomé el casco y las llaves de mi fiel compañera: una moto Triumph Thruxton 900cc negra, y me dirigí al instituto. El día era una muestra de lo monótona que puede ser nuestra vida. La brisa se sentía fría y nostálgica, aunque podía sentir cómo el sol quemaba mis manos. Las personas comunicaban su estrés a través del claxon de sus autos. Los transeúntes caminaban con prisa como todos los días, como si la vida no fuera algo más que solo existir. El día ya había empezado de una forma particularmente extraña. La sensación que me hizo sentir la chica en mis sueños y esas palabras del tal Nico seguían dando vueltas en mi cabeza. No era la primera vez que llevaba a un desconocido a mi casa después de una buena borrachera. Tampoco era como si fuese una promiscua, pero nunca cruzaba conversación con ellos. Teníamos sexo y era todo, cuando despertaba ya se habían ido. Esa era mi regla: sin nombres, sin números de teléfonos y sin desayunos o buenos días. Solo sexo. Decidí dejar de pensar y aumenté la velocidad. En la distancia pude ver el gran letrero de mi nuevo instituto El Cumbres y a mi derecha un mural que llamó toda mi atención, provocando que desviara mi vista de la vía, así como del semáforo que, con su luz roja, me indicaba que debía parar. Ignorarlo ocasionó que ese viernes trece, se convirtiera en un día de muy mala suerte. Caí al piso después de impactar con una camioneta que procedía a avanzar en su luz verde. De ella bajó un hombre de unos treinta años aproximadamente. Se veía muy nervioso por lo que acababa de pasar. Como pude me levanté y al parecer estaba bien. No tenía ninguna lesión más allá de los pequeños golpes que me provocó la caída. El conductor no dejaba de preguntar si me encontraba bien e insistía en que llamáramos a una ambulancia. Me sentía aturdida y sus preguntas me desesperaron. Mi reacción fue empujarlo en varias ocasiones, incluso, de un manotazo tiré su celular al piso. Cuando me dispuse a ver mi moto, me enfurecí y el juicio se me bloqueó. Lo empujé con tanta fuerza que el hombre se golpeó contra su propio auto. Una chica bajó del asiento del copiloto y sin poder predecirlo me empujó y comenzó a gritarme. ―¿Qué demonios le pasa? ¿Acaso no ve que fue usted quien se pasó la luz roja? ¿No se da cuenta de que él solo quiere ayudarlo y asegurarse de que se encuentre bien? ¿Cuál es su maldito problema y por qué tiene que agredirlo? En sus reclamos se percibía la impotencia de quien no soporta las injusticias.
―¿Perdón? Este señor casi me mata con su puto auto y me dices que yo tengo la culpa. ¿Es en serio? ―le pregunté, mientras me quitaba el casco para poder hablar cara a cara. Y ella, por alguna extraña razón, detuvo su histeria durante unos segundos―. ¿Acaso escuchas lo que dices o solo vas por la vida siendo una justiciera que no ve más allá de sus narices? ―inquirí con sarcasmo. Saqué un cigarrillo y procedí a encenderlo. Necesitaba calmarme. Nunca fumo, excepto en momentos de mucho estrés o cuando el clima está muy frío. ―Sí, tú eres la culpable de todo esto, porque si no fueras una irresponsable para la que, al parecer, las señales de control de tránsito son un puto adorno en la ciudad, nada de esto estuviera pasando. Ahora, si te encuentras bien y no necesitas de ninguna atención médica, espero no te moleste que nosotros nos retiremos. ¡Vámonos, Jorge! Ya no tenemos nada que hacer aquí. Se fue al carro, después de agregar otras palabras que ya no recuerdo, por la molestia que sentía en el momento que las dijo. Su actitud de niña justiciera me había hecho enfurecer. Es impresionante cómo las personas somos capaces de defender lo que para cada uno representa «suverdad». Ella no estaba equivocada. Defendía lo que, según sus ideales, representaba un atropello: yo golpeando a una persona que solo intentaba ayudarme; y ella intentando aplicar la balanza de la justicia. Su actitud ni siquiera me molestaba, tenía toda la razón de ponerse así. Fui yo quien hizo mal al no respetar el alto, y era yo quien seguía haciendo mal cuando agredía al hombre que conducía y que solo estaba preocupado por mí. Pero hay algo que va más allá, y es el orgullo de los que defendemos nuestra verdad, aunque esta ni siquiera esté cerca de ser justa. Lo que sabía era que no podía darle el gusto a la chica y decirle que ella estaba en lo correcto. Eso significaba ponerme la soga al cuello y, en momentos como esos, el instinto de supervivencia actúa de manera automática. Ese automatismo que te limita psicológicamente a pensar o actuar de forma corrupta con el único fin de sobrevivir, sin cuestionarte si los medios usados entran dentro de lo moral o no. Intenté levantar mi moto, pero la molestia me hizo actuar con torpeza y fallé. La moto volvió a caer al piso. ―Señorita, no quiero molestarla, pero ¿me permite ayudarla, por favor? ―Era el conductor: Jorge, como lo había llamado anteriormente la chica. Me lo preguntó con timidez y no me pude resistir a tanta nobleza, así que le regalé una sonrisa que expresaba las disculpas que no salían de mi boca. Él, con la misma amabilidad que manifestó desde el principio, procedió a levantar mi moto. ―¿Está segura de que no quiere que la llevemos al médico o a revisar su moto? ―insistió. ―Estoy bien, de verdad, no se preocupe. Además, la señorita que lo acompaña se ve que tiene prisa ―le dije, dirigiendo mi mirada hacia el auto, en donde estaba ella. Su mirada era un rifle que apuntaba en mi dirección, listo para asesinarme. Me odiaba. Sin embargo, me enfrentaba a la dualidad que me generaba toda su personalidad. Por una parte, sus ínfulas de niña justa me sacaban de mis casillas, y por otra, admiraba la forma en la que defendía sus ideales y no se callaba ante lo que consideraba una injusticia. Odiaba su arrogancia, pero no tanto como saber que mi «yo consciente» reconocía que ella tenía la razón. Jorge se despidió de mí, pero no sin antes darme una tarjeta con su número y un apretón de manos con el que hicimos las paces. «¡Vaya manera de comenzar el día!», pensé mientras retomaba mi camino. La discusión con esa chica me había dejado un mal sabor de boca, pero agradecí que no pasara a mayores. No tenía permiso para conducir, ya que era menor de edad. Estaba bien y solo quería olvidar todo ese incidente. Lo que entendería luego, es que no sabemos por qué suceden las cosas, pero hay puntos de quiebres y ese fue uno de ellos. Ignorar el semáforo y la vía, ocasionó que mi vida cambiara para siempre.




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