«Algo muy grave debió de haber ocurrido para que Baudelaire me haya llamado tan repentinamente. Sobre todo, ¡cuando bien sabe que odio todas esas cosas religiosas!».
Donka caminaba en lo más profundo de Epping Forest, su andar era rápido y nervioso; todo su cuerpo repelía aquella escuela católica en la que debía entrar para recoger a la hija de Baudelaire. No la malinterpreten, ella amaba a esa niña desde la primera vez que se le pidió cuidarla, pero la religión y ella eran como el agua y el aceite; no podían mezclarse. Aunque ella pensaba que no tenía derecho a sentirse traicionada, nada podía aplacar su enojo ahora mismo. No era ningún secreto que Nicoletta se enorgullecía de que su aversión por la iglesia fuera mutua, porque ella siempre sería criticada por su manera de vivir y por su origen... nunca podría confiar en quienes no respetaban sus propios ideales.
"Ama tu prójimo como a ti mismo" dijo el hombre que podía convertir el agua en vino, y probablemente quien era una de las pocas figuras que ella admiraba en ese ámbito. Pero la mayoría de las personas no cumplía con esa enseñanza básica, sólo abundaban la hipocresía y los santurrones, por eso se negaba a creer que una institución así debía de considerarse santa.
Bruja, descendiente de Caín, ramera... eran varios de los insultos que recibió en su niñez por ser romaní y practicar la adivinación. Algo irónico considerando que la mayoría de los grupos "gitanos" en el mundo habían adoptado elementos de la religión judeo-cristiana como la creencia en Devla, el Dios omnipotente.
Cuando creía que estos malos tratos no podrían empeorar, ella perdió la vista en su ojo derecho. Incluso si su vista en el ojo "bueno" era pésima (miopía avanzada), se negaba a usar un monóculo, no quería verse ridícula como los estúpidos hombres ricos que salían en las gacetas.
Tanto fue el acoso que recibía diariamente que después de varias terribles experiencias decidió renunciar a su propia identidad para adoptar la de "Nicoletta Ricci". No era mentira que era en parte italiana, del lado de su padre Vincenzo Ricci al que nunca llegó a conocer y había muerto antes de su nacimiento. Entonces guardó sus antiguos vestidos, blusas, faldas, pañoletas y chales bajo llave junto con sus alhajas.
Donka Vereş había muerto ese día.
Ser europea a los ojos de la sociedad había resuelto gran parte de sus problemas, "mis antepasados seguramente eran sarracenos, soy de Calabria" respondía en cuanto la gente preguntaba cómo era posible que su tez fuera más oscura que la del italiano promedio. De todas maneras, trataba de pasar desapercibida para evitar problemas, y eso incluía su forma de vestir. Mientras más simple era su estilo, mucho mejor.
Al igual que su fallecida madre Irén, se dedicaba a la venta de telas y materiales de costura, aunque ocasionalmente les echaba las cartas a varios de sus clientes con toda la discreción posible, con tal de obtener dinero extra para poder solventar sus gastos.
También disfrutaba ayudar a los boticarios locales a conseguir ciertas plantas medicinales, ya que, aunque la mayoría no tenía conocimientos médicos oficiales algunos de los remedios herbolarios eran bastante eficaces. La paga era ínfima, pero lo que ella buscaba era el conocimiento para estar preparada siempre ante cualquier cosa. Conocer a Baudelaire, un estudiante de medicina en aquel entonces le hizo investigar más sobre la relación de la medicina moderna y la tradicional.
Había llegado a este país hace una década, ahora con 23 años supuso que casi había alcanzado algo de paz y normalidad.
Casi.
En Leoba, una de las maestras era hermana adoptiva de Baudelaire y se llamaba Blandine Arabella L'archer. Obviamente una monja como ella nunca la miraría con buenos ojos, pero al ser parte del círculo social de Clarisse habían aprendido a tolerarse lo suficiente para no levantar sospechas en la niña...
Era fácil ensimismarse en sus propios pensamientos. Debía de controlar sus emociones porque se odiaba a sí misma cuando tenía esos arrebatos negativos de pensamientos intrusivos.
De repente se encontró rodeada del aroma de muchos árboles de abedul, y se sintió algo desorientada ante el paisaje. En otras circunstancias hubiera dado un salto de alegría al estar en un lugar lleno de plantas, hongos e insectos medicinales, pero ella no conocía el lugar y eso bastaba para asustarla.
«¡Tonta! ¿Dónde estás ahora?»
Aceleró el paso al notar que la miraban. Apartó con su bastón varias ramas que le estorbaban y siguió tanteando el terreno para evitar caerse. Y tal como había presentido, de la nada la silueta de un hombre extraño se materializó frente a ella.
«No es humano» dedujo rápidamente.
Olía fuertemente a la fragancia del petricor traído por la lluvia, a tal punto que adivinó que se trataba de una rara clase de Ondina masculina.
—¿Qué asuntos tienes aquí? —le cuestionó el ser elemental con voz severa.
—Le pido disculpas por esta intrusión, noble espíritu de las aguas. Le aseguró que no venía aquí para hacer daños a su hogar. En cuanto pueda le daré una ofrenda correspondiente al bosque, ¿es usted el guardián de ese lugar cierto?
—Interesante. Eres tal cual describió Timotheé, me imagino que vienes por su cría humana. Sin embargo, no me refería a ti cuando hice me pregunta, me dirigí en todo caso al lobo detrás de ti... –dijo señalando hacía su derecha.