El espejo de obsidiana

Capítulo 2

El calor dentro del juzgado era sofocante. Faltaba sólo una semana para el periodo de vacaciones de julio y eso duplicó la cantidad de personas trajeadas haciendo fila frente a los elevadores, sólo unos cuantos desesperados optaban por tomar las escaleras. Dentro de los juzgados, una horda de pasantes usaban de apoyo hasta la cornisa de la ventana para escribir los últimos autos emitidos antes del receso, mientras, una multitud se aglomeraba frente a los escritorios.

Desde hacía veinte minutos, José Leonardo había hecho a un lado los expedientes y documentos en su escritorio y se entretenía observando el circo de personas dentro del juzgado. El ventilador de piso, emitía un molesto chirrido mecánico y alborotaba inútilmente el aire caliente de su oficina.

Unos días más y por fin terminaría el ridículo espectáculo y las incómodas multitudes. Su mirada se clavó en una joven, claramente aún estudiante, que caminaba de un lado a otro del juzgado. Revisaba los papeles que traía en la mano, tratando de ocultar su confusión, y observaba con pánico su celular cuando sonaba cada cinco minutos: seguramente le marcaban del despacho en el que trabajaba.

La joven le inspiró una sensación de ternura, le recordaba a sí mismo en sus primeras visitas a los juzgados. Después de más de quince años de trabajar aquí, lo abrumante e impactante en sus primeras visitas, se había transformado en lo cotidiano, en lo común, en su hogar finalmente. Soltero a pesar de estar cerca de cumplir los cuarenta y con pocas amistades cercanas, pasaba más tiempo en su oficina que en su casa y sus empleados y abogados litigantes, que semana con semana desfilaban de un lado a otro de los pasillos, se habían convertido en su familia.

Diez años después de terminar la carrera, su padre enfermó gravemente. Tras meses de entrar y salir de hospitales, murió diez días después de que recibiera su grado como doctor en Derecho. Miriam y él organizaron el velorio y entierro en el mismo cementerio dónde descansaba su madre, para luego  ocuparse, durante casi un mes, en los trámites para repartir la herencia y seguir adelante con sus vidas.

—¿Seguro que vas a estar bien? —preguntó Miriam en la estación de camiones para regresar a la organización en la que trabajaba.

—Sí, ¿por qué?

—No me late que estés solo. Papá y mamá ya murieron, yo todo el tiempo estoy de viaje y tú casi no tienes amigos.

—No soy un niño, no necesito que alguien me cuide.

—En los últimos años has estado de antisocial workaholic. No todo es tu carrera, ¿eh? también hay otras cosas. ¿Hace cuánto que no tienes novia?

—Déjame en paz. Ya te dije que estoy bien.

—¿Y si me acompañas? Siempre cae bien un abogado con tanta experiencia como tú.

—No, me gusta mi trabajo aquí— respondió. Al ver que Miriam estaba por seguir insistiendo, continuó—. Desde que eres doctora te sientes la mamá de los pollitos, en serio, estoy bien. Soy tu hermano mayor, no es tu trabajo cuidarme sino al revés.

—Uy, sí, olvidaba que ya eres el macho alfa de la familia. Va pues, ya te dejo en paz, pero cualquier cosa me hablas, ¿sale?

—Sí —dijo José Leonardo. El reloj de la estación marcó la hora en punto—. Ya vete, ya se va tu camión.

—Vengo en Navidad. ¡Cuídate mucho!

Miriam se agachó para recoger sus maletas y, justo cuando estaba por subir al camión se volvió de nuevo a él

—Casi se me fue contarte: ¿te acuerdas de tu novia de la carrera?

            —Claro que me acuerdo y no era mi novia. ¿Qué con ella?

—Me la encontré en Chiapas. Sigue en la organización, está haciendo cosas padrísimas. Me encargó que te mandara un beso y un abrazo.

—Me da gusto que esté bien.

—Está soltera —Miriam entornó los ojos pícaramente—. ¿Estás seguro que no vienes conmigo? Podrías ir a buscarla y casarte con ella.

—Ya vete. Si sigues así de odiosa a ver en casa de quien te quedas ¿eh?

José Leonardo sonrió recordando esa tarde. Desde entonces, cada Navidad, Miriam le contaba de una nueva amiga, insistiendo en que harían una excelente pareja. Después de que Miriam se casó, la cosa empeoró: al menos una vez al mes le hablaba por teléfono para convencerlo de ir a una cita a ciegas. Al principio le molestaba la obstinación de su hermana, después aprendió a tomarlo con humor y, en lugar de reclamarle, se preguntaba de dónde sacaba a una mujer “perfecta” para él cada mes.

No podía entender el afán de su hermana, su cuñado y uno de los secretarios del juzgado en encontrarle pareja. Parecía ser casi un sacrilegio que un hombre de su edad estuviera aún soltero, como si fuera una situación problemática que debía ser resuelta de inmediato. Quería formar una familia algún día, pero sentía que aún no era el momento.

—¿Doctor? Un licenciado quiere hablar con usted —interrumpió Ramón, el joven del servicio social.

La voz del joven lo hizo despertar de sus sueños diurnos. Estaba tan perdido en sus recuerdos que no se dio cuenta que ya había transcurrido una hora y, afuera, el bullicio del juzgado empezaba a disminuir.

—¿Doctor? —insistió Ramón.



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En el texto hay: misterio, humor, aventura

Editado: 18.08.2024

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