El espejo de obsidiana

Capítulo 13

A diferencia de otros días, cuando terminó sus labores en el juzgado, Yoltic no emprendió su camino de regreso a casa. Por el contrario, permaneció oculto entre las sombras de uno de los pasillos del palacio. Recargado contra un muro, observaba con cautela el ir y venir de la gente. José Leonardo aprovechó la oportunidad para alejarse un poco y aventurarse a la parte solitaria del palacio. Tlacaélel había salido misteriosamente de la ciudad por un día y estaba seguro que su partida no tenía relación alguna con un asunto oficial de Tenochtitlan. Lo más probable es que hubiera ido a encontrarse con el traidor y, si tenía un poco de suerte, podría encontrarlos en uno de los salones del fondo.

Tras no encontrar nada más que algunas alimañas e insectos furtivos, caminó de vuelta a donde aguardaba su pasado. Al otro lado del pasillo, alcanzó a distinguir un grupo de cinco personas que se acercaba a ellos. Se trataba de cuatro miembros de la nobleza, a quienes reconoció de vista, e Itzcóatl.

La frustración anterior pronto fue reemplazada con entusiasmo. Ésta era una oportunidad única. Si bien sería difícil acercarse al tlatoani y desembarazarse de los nobles para hablarle en privado, Yoltic podía utilizar la excusa de querer discutir un asunto urgente del juzgado con él. Incluso argumentar que Tlacaélel le encargó estar al pendiente de su salud. Sin embargo, él parecía ser el único interesado en idear una estrategia para hablar con Itzcóatl. Yoltic permanecía inmóvil y frío, la mirada clavada en el extremo opuesto del salón.

El grupo se detuvo a unos metros de donde estaban y varias personas se aproximaron para aprovechar la oportunidad de intercambiar algunas palabras con ellos. Tras unos minutos, Itzcóatl se despidió de los nobles y continuó solo su camino al interior del palacio. Cuando el tlatoani cruzó frente a ellos, hizo un leve saludo con la cabeza, claramente reconociendo a su pasado. Yoltic respondió con una reverencia pero no hizo intento alguno de acercarse, casi parecía como si estuviera clavado al muro y le fuera imposible moverse. El tlatoani llegó al final del pasillo y estaba por desaparecer en uno de los jardines interiores del recinto.

“¡Ya se va! ¡Muévete, con un carajo! ¡Se está largando!” ordenó José Leonardo desesperado, sacudiendo las manos frente a su pasado en un intento vano de comunicarse con él.

Como era de esperarse, Yoltic no tuvo noticia alguna de la persona invisible que brincaba, daba palmadas en el aire y gritaba insultos frente a él. Lo más extraño era que tampoco estaba interesado en Itzcóatl. Algo absorbió por completo su atención y transformó su gesto estoico en una expresión de asombro e indignación. Al seguir la línea de su mirada, encontró que, en el otro extremo del salón, estaba Miztli.

La confusión de encontrar al otro espía de Neltiliztitlan le hizo olvidar el asunto de Itzcóatl también. No podía explicarse qué hacía aquí cuando ni la noche anterior, ni esta mañana lo había visto al lado de Nezahualcóyotl.

Después de que se aseguró de la partida de Itzcóatl con una mirada rápida, Yoltic abandonó su guardia junto al muro y caminó discretamente al otro lado, dando la apariencia de acercarse a la salida para abandonar el recinto. Sólo José Leonardo alcanzó a percibir que Miztli y Yoltic intercambiaron una breve mirada furtiva justo antes de perderse en la multitud de afuera.

Al llegar a su casa, Yoltic entró a sus aposentos y fue directo a verificar que el frasco carmesí estuviera en su sitio, escondido detrás de unas repisas. Por primera vez en sus trances, José Leonardo estaba perplejo frente a las acciones de su pasado. No podía entender cómo la presencia de Miztli en Tenochtitlan podría poner en riesgo el frasco de Tlacaélel.

***

Unas horas más tarde, el cielo nocturno tapizado con nubes, José Leonardo escuchó el mismo gorjeo extraño afuera. Se asomó por la ventana y encontró a Miztli esperando abajo, cubierto con una pesada capa y evitando la luz de las antorchas. Sin verificar quién aguardaba, Yoltic tomó un manto y salió de su casa.

Afuera, el viento soplaba con fuerza y empezaban a caer las primeras gotas de lo que prometía convertirse en un chubasco. Yoltic envolvió el manto alrededor de su torso y tomó la calzada a la izquierda. Al topar con el borde oeste del lago, doblaron a la derecha, siguiendo el contorno del islote. Dejaron atrás tanto el palacio como la ciudadela hasta llegar a la frontera norte. Para estas alturas, el aguacero había alborotado las corrientes del lago y la marejada encabritada tenía empapado al joven mexica. Se acercaron a una pequeña casa apartada de otras construcciones y resguardada por los jardines flotantes de la ciudad y, seguro como si fuera su propia morada, Yoltic entró. Adentro esperaba Miztli.

—En muchas ocasiones me has acusado de ser imprudente e impaciente, cuando la misma lluvia parece ser más cuidadosa que tú. ¿Qué no entiendes los riesgos de reunirnos en Tenochtitlan? ¡Se supone que no nos conocemos! Estamos poniendo en peligro nuestras coartadas.

—Algunos asuntos ameritan el riesgo, hermano —respondió Yoltic

—No entiendo cuál es tan urgente que debemos discutirlo esta misma noche.

Yoltic no respondió. Estaba ocupado extendiendo el manto húmedo sobre el suelo mientras se secaba el cuerpo con las manos. Miztli encendió algo similar a una vela, la colocó sobre una pequeña repisa y tomó asiento recargado contra un muro de la casa.

—¡Apaga eso! Vas a atraer la atención de alguien.



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En el texto hay: misterio, humor, aventura

Editado: 18.08.2024

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