El espejo de obsidiana

Capítulo 23

A pesar de encontrar algunos elementos similares, la zona arqueológica de Teotihuacan era solo el pálido eco de lo que yacía abajo: el centro de los mundos. Las dos pirámides semiderruidas de su dimensión, aquí se erigían imponentes en medio de una marejada multicolor de construcciones edificadas con bloques de luz condensada. Los árboles y vegetación delimitando los senderos cercanos y distantes, centellaban con suavidad como si fueran fuegos artificiales congelados en el tiempo. El manto celeste estaba en un ocaso peculiar que, simultáneamente, irradiaba luz solar y permitía entrever las estrellas agrupadas en constelaciones irreconocibles. En el zenit del cielo había lo que parecían ser galaxias acomodadas en diferentes puntos del entramado de estrellas: trece en total, una por cada dimensión atada en este punto.

—Aquí reposa la sabiduría de los mundos, la historia de los Soles y las fuerzas creadoras. Aquí nació el tiempo y aquí termina. Eres el primer mortal en acceder a una de la ciudades de los dioses —explicó el nahual.

—Es un verdadero honor —José Leonardo miró a su alrededor—. Bueno, pues me habrá tomado un buen, pero más vale tarde que nunca. ¿Sabes dónde está encerrado Quetzalcóatl?

—En la ciudadela a nuestra izquierda, allá —indicó el nahual—. Debemos avanzar con cautela. Es mejor si nadie sabe que estamos aquí.

Aunque no lo comentó en voz alta, José Leonardo tenía la sensación de que eran observados de cerca y todas las precauciones serían inútiles si el espectador invisible optaba por actuar.

La ciudadela era quizá más fastuosa que el resto del lugar. La escalinata, los grabados de piedra y las múltiples siluetas garigoleando los muros de la pirámide destellaban con miles de colores, e irradiaban un poder inexplicable, un reflejo de la fuerza de aquél detenido dentro en contra de su voluntad: Quetzalcóatl.

José Leonardo se acercó a la pirámide para buscar una entrada o punto débil en la estructura desde dónde tener acceso al interior. Caminó alrededor de las cuatro caras y examinó cada una con cuidado, sin embargo, la prisión parecía haber sido construida con un único bloque sólido de piedra, imposible de penetrar.

—¡Maldición! No encuentro nada.

Regresó frustrado al punto de partida frente a la escalinata, donde lo esperaba el nahual.

—Es probable que no sea evidente a simple vista.

—¿Estás seguro que está aquí?

—Sí. Estas figuras —dijo el nahual señalando las protuberantes figuras de bulto esculpidas a manera de friso, a un costado de la escalinata— son representación de la serpiente emplumada. Se forman solo ante la presencia de Quetzalcóatl.

José Leonardo colocó la mano sobre una de las figuras y recorrió su contorno con las yemas, pensativo. Al hacerlo, se percató con sorpresa que la segunda a la izquierda, se tambaleaba al tacto. Ejerció más presión sobre ella y, sin mucho esfuerzo, la sumergió dentro del muro y dejó al descubierto un redondel cóncavo detrás. A diferencia del resto de la pirámide, el redondel no despedía luz, era el único punto negro de toda la estructura.

—¡Qué chistoso! Parece una especie de chapa.

—Eso aparenta, ¿será el sitio para abrir la pirámide?

—Creo, pero no estoy muy seguro de como qué será la llave. Tendría que ser algo parecido a una especie de rueda, pero como de unos cinco centímetros de grueso, con superficie lisa y completamente redonda, ¿hay algo así por aquí?

—Sí.

La voz del nahual se tornó repentinamente grave y apagada. José Leonardo volvió la cabeza, preocupado ante el cambio, y descubrió que el nahual no prestaba ya atención a la pirámide, distraído por entero con algo detrás de ellos.

En la entrada de la ciudadela, aguardaba quien aparentaba ser un hombre por su forma, mas cuya presencia claramente indicaba que no era humano, o mortal siquiera. Doblaba en altura a una persona común, notoriamente fornido y corpulento, con piel de obsidiana tan oscura que sobresalía de las demás sombras, y, al verlo, hubiese creado la ilusión de una ceguera repentina de no ser porque sus ojos ámbar refulgían con frialdad. A la cabeza portaba dos plumas de garza, en cuya raíz nacían dos franjas doradas que cubrían su rostro. Estaba vestido con una piel de jaguar negro que caía sobre su espalda y torso hasta las rodillas. En donde debería tener el pie derecho, tenía una serpiente espectral de carbón, parecida a la de los espectros, aunque de mayor tamaño. Sobre el pecho portaba algo similar a un espejo circular, con superficie formada de un extraño material líquido que emanaba humo. Un espejo cuyas medidas parecían ser exactamente las mismas del redondel en la pirámide.

—Tezcatlipoca

José Leonardo retrocedió involuntariamente, hasta que su espalda estaba contra el muro de la prisión. Intentó, fútilmente, desprenderse del dominio de los ojos ámbar que, de una mirada, hurgaban en la profundidad de sus pensamientos. El nahual retrocedió también hasta tocar la pirámide y se colocó frente a su protegido, en pose de resguardo.

El dios levantó una mano y el humo del espejo se dispersó para dejar entrever una imagen en movimiento detrás. La mirada del juez se desvió momentáneamente del espejo humeante a los múltiples amuletos que Tezcatlipoca portaba al cuello. Al verlos, recordó una conversación con Daniel, afuera de casa de Lucha, y de inmediato reconoció las imágenes que le mostraba el dios por medio del espejo.



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En el texto hay: misterio, humor, aventura

Editado: 18.08.2024

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