Hay dos barcos que van a la isla: el del restaurante y el de Mário. La isla está situada a 200 metros de la costa, frente a la playa de Moledo y el bosque de Camarido, pero quien quiera ir allí tiene que llegar hasta el restaurante Ínsua, en Caminha. Allí, en la orilla del río, hay un muelle que comparten los dos concesionarios: por un lado Mário Gonçalves de Vasconcelos, de 64 años, antiguo pescador y dueño de un pequeño barco de madera; y por el otro, Pedro Machado, de 33 años, y Sebastião Nunes, de 27, que tienen una lancha moderna y regentan, respectivamente, la empresa Minha Aventura y el restaurante.
Los viajes a la isla están monopolizados por estos dos barcos, pero Ínsua está abandonada de facto. Nadie sabe quién cuida de ella, o sea que nadie lo hace. Se entiende que los barqueros tienen un estatuto especial. Por el simple hecho de tener acceso a ella, son vistos como los dueños de la isla. Viene siendo así desde siempre.
A finales del siglo XIV, algunos monjes de Galicia y Asturias, molestos por el apoyo de Castilla al Papa de Aviñón durante el Gran Cisma de Occidente, huyeron hacia el Miño. Dirigidos por Fray Diogo Arias, construyeron el convento de Santa Maria da Ínsua.
En 1462 les fue concedido un estatuto de privilegio a los dos pescadores que habitualmente transportaban a los monjes hasta la isla. Desde entonces, el hecho de proporcionar el acceso por barco a Ínsua se fue convirtiendo casi en un título nobiliario. Eran una especie de condes de Ínsua.
El uso militar de la isla comenzaría en 1580, el año de la pérdida de la independencia. Una armada gallega ocupó el convento como demostración de apoyo a la causa de los Felipes. A comienzos del siglo XVII, la isla fue objeto de varios ataques de piratas, muchos de ellos británicos, cuya corona estaba en guerra con la española. La inseguridad era tal que en 1623 ya sólo había dos monjes en el convento.
Con la recuperación de la independencia nacional, y para que no sobreviniesen más peligros desde allí, Ínsua fue definitivamente transformada en cuartel. Don Diogo de Lima, gobernador de armas de la antigua provincia del Minho, dirigió la construcción de la fortaleza. Monjes y soldados comenzaron a habitar la isla, en una convivencia conturbada. En 1807, durante la Invasión Francesa, Ínsua fue ocupada por una fuerza española que capitularía al año siguiente ante los ejércitos napoleónicos. En 1834, los liberales disolvieron las órdenes religiosas y, desde entonces, tanto el fuerte como el convento quedaron abandonados.
El edificio, de una gran complejidad arquitectónica, comenzó a degradarse. Su mantenimiento, que dependía del Ministerio de Defensa, pasó al de Finanzas, de este al Instituto Portugués del Patrimonio Arquitectónico, y finalmente al Instituto Politécnico de Viana do Castelo. Todas las instituciones deben estar orgullosas del trabajo realizado: el fuerte está en ruinas.
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Mário ha sido pescador desde niño. Estuvo 14 años en la pesca del bacalao, trabajó por cuenta ajena en grandes barcos y más tarde de forma independiente. En el navío Senhora das Candeias, se especializó en abrir y salar el pescado. Le llamaban Navaja negra. Cuando el Senhora das Candeias fue retirado por imposición de la CEE, Mário se quedó a trabajar en el Club de Ínsua, un elegante club de Moledo que tenía aquí un embarcadero.
El edificio de ese club sería adquirido por Sebastião Nunes y uno de sus hermanos para abrir el restaurante Ínsua, especializado en pulpo al horno. Mário trabaja ahora por cuenta propia. Realiza paseos en barco hasta la isla y por el río Miño, en directa competencia con la compañía de Sebastião y Minha Aventura, que alquilan bicicletas y barcos, organizan paseos de avistamiento de pájaros, hacen viajes a la isla y proponen itinerarios en barca a la luz de la luna.
Tras la isla el mar es de un azul oscuro y agitado. Una pequeña lancha neumática roja pesca peligrosamente entre las olas, junto a las rocas que marcan la desembocadura. La isla tiene una playa por un lado y rocas por el otro. Algunos bañistas toman el barco y vienen para disfrutar de esta playa. Dejan un rastro de botellas y envases de plástico. El fuerte está ocupado por un grupo de viejos radioaficionados que han obtenido el permiso para montar aquí las antenas durante dos semanas.
Se muestran indignados con mi presencia. «Esto es una zona militar», dicen. Y llaman a la Policía.
«¿O sea, que usted piensa que basta con llegar a la isla, así, sin más?», me dice el policía por el teléfono del radioaficionado. «Hace falta una autorización».
Brillando, medio enterrada en la arena, una botella cerrada parece haber sido dejada por un náufrago que no consiguió enviar su mensaje. Ínsua, la única isla abandonada de Portugal, pide auxilio.