Arturo se sentó sobre el sillón, yo opte como era mi costumbre por una silla, los espacios acolchonados tendían a dejarme dormido, me moví con incomodidad sobre la silla y enderece la columna, un profesor de anatomía se había encargado de perturbarme con la columna vertebral, desde entonces no pude encontrar la comodidad a la hora de sentarme o acostarme. El te Gales inundo la sala con un aroma suave que inevitablemente te hacia recordar algo de la infancia, en mi caso recordaba los tres volúmenes de Arte Salvaje, solía sentarme a beber té delante de la ventana y leer pero sobre todo observar los dibujos hechos por salvajes, en mi memoria quedó atado una obra sin nombre, que no parecía hecha por ninguna cultura conocida de la tierra, mostraba con precisión una bestia alada que los investigadores afirmaron en realidad se trataba de una montaña, pero como mi profesor de filosofía me dijo “Uno ve lo que quiere ver”.
—Háblame un poco más de esa nueva llave —dije al tiempo en que le agregaba azúcar a mi té.
—Se trata de un abandonado comando militar, lo dejaron luego de la última dictadura y desde entonces se transformó en una ruina.
—¿Pero qué podemos sacar de allí?
—Hay un sótano de un sótano que nadie más conoce, allí quedó todo tipo de armamento, yo tengo la llave del dinero, muchacho.
—«La llave roja del dinero» —pensé con cierto recelo, —solo una cosa quiero que me prometas, no habrá más muertes.
Arturo se puso de pie, cuando se movía parecía un árbol mecido por el viento, dijo con voz ronca y con olor a la fragancia de té floral.
—Mis colegas y yo tenemos un lema, “Muerte al villano” quiere decir que cualquier criminal debe morir.
—¿Y ustedes también?
—Claro que si, cuando llegue el momento otra banda mas lista tomara nuestro lugar, pero hasta que llegue debemos seguir con lo nuestro. Recuerda, jamás lastimaremos a un civil, de eso puedes estar seguro.
Luego seguimos hablando, sobre todo Arturo me contaba su vida, las cosas que había hecho y que tenía pensado hacer, era un hombre que le gusta hablar de sí mismo. Antonella me llamó tres veces pero en ninguna le atendí, en una ocasión de nuestra conversación mi padre preguntó de manera desprevenida:
—¿Tienes pareja?
—No.
—A tu madre la conocí antes de la guerra de Malvina —la voz de Arturo se había hecho más tenue, —si bien combati con toda la valentía posible, al regresar no tuve ningún honor, me acusaron de robar equipamiento y tras la caída del regimiento militar fue llevado a prisión hasta que el mundo se olvidó de mí, por el bien de tu madre le rogué que se alejara lo más posible de mi.
—Lo hecho, hecho está —agarre una galleta dulce de la mesa ratonera, —durante los últimos días de mi madre, me habló de vos y me contó que habías sido obligado a vender armas a los pueblos nativos de la patagonia.
—Eso es cierto.
—Sin embargo me gustaría saber —me enderece en la silla para intentar igualar su altura —¿A quién le estás vendiendo estas armas que robas? y la pregunta que es aún mejor, ¿Porque lo sigues haciendo?
—Por tu seguridad, no voy a seguir respondiendo, muchacho —el gigante se había puesto nervioso, —debemos prepararnos, mis colegas vendrán en cualquier momento a buscarnos.
No pregunté más nada, me levanté y fui a mi habitacion, alli me recoste, solo pensé en Antonela, en nosotros dos en la plaza tomando el sol y teniendo la vida que solo se puede soñar, aunque sólo hacía falta el dinero y sería realidad.
Mi padre me despertó agitando suavemente el hombro, sin darme cuenta había caído en el sueño, creo haber soñado con mi madre, pero todo se olvido cuando volví a la realidad oscura de mi cuarto, una vez sentado estire los pies para agarrar las zapatos negro.
—Te espero afuera —dijo Arturo.
Le asentí y termine de vestirme, no me había dado cuenta pero estaba igual que la última vez, con saco y camisa. Cuando finalmente salí de la casa me golpeó el frío inesperadamente, hasta me habían vuelto las ganas de volver a la cama. Dentro del auto estaban los de la última vez, el anciano Tomas, su hija Elin y el tipo silencioso al que llamaban Cristian. Me senté, esta vez me saludaron con más cortesía, Elin me compartió un mate amargo que bebí con gusto, el calor me volvió al cuerpo.
—No deberíamos confiar en los Coroneles —dijo Cristian, un tanto enojado.
—Son los únicos en los que podemos confiar —respondió mi padre, con la vista al frente, —¿O deseas trabajar con los Italianos?
De la nada Tomas, que venía mirándome desde hace rato por el retrovisor dijo:
—No deberíamos hablar delante del niñato.
—Es mi hijo. —Rugió mi padre.
Elin se volvió a mirar, estaba pensativa, no supe adivinar que pasaban por sus ojos.
—Esto es una completa basura —Dijo Cristian, —Detén el auto, no seré parte de esto.
—Somos la mafia Galesa, siempre hemos hecho las cosas así —Arturo, intentó agarrarlo del brazo para que no bajará.
—Una vez lo fuimos, pero todos nuestros ex compañeros están muertos, tú y Tomas lo saben bien, en este negocio es malo tener amigos. —Cristian se bajó y se alejó trotando en la noche.
Dentro del auto hubo un ruido sordo, yo me sentí un intruso en aquel asiento, entre ellos había miradas que reflejaban desconfianza e incertidumbre, finalmente Arturo tomó la palabra.
—No importa, podemos hacerlo igualmente, tu muchacho ocupará el lugar de defensa junto a Elin, Mateo y yo entraremos, si es como nos dijeron estará despejado y sin ningún riesgo mayor.
Seguimos el viaje, pero había en el ambiente una inquietud que no cesaba, cuando llegamos al lugar bajamos y todo parecía estar vacío, el retorcido bosque de altos árboles aislaba el viejo comando del pueblo que dormía a esas horas. El comando debía tener tres pisos, la humedad consumía las paredes y había un olor a agua podrida que me hizo recordar el patio de mi casa.