Danton despertó cerca de las nueve de la mañana, asustado, cubierto de sudor y perdido.
¡Emily! ¿Había sido solo un sueño? ¿Un perfecto sueño en el que ella volvía a amarlo?
Volteó su rostro con miedo y un pequeño gemido escapó de su garganta al verla a su lado.
Era real, era ella.
El alma le volvió al cuerpo. Su nena estaba ahí, desnuda y descubierta ante él, dormida como el ángel de algún hermoso cuadro del Renacimiento.
La cama olía a ella otra vez, las sábanas que la rodeaban, de la almohada se desprendía la suavidad de su aroma, el de ellos dos juntos. El del perfecto placer consumado.
Pasó la mano por todo el contorno iluminado suavemente por el día soleado que se colaba tras las cortinas de las ventanas y pudo apreciar como la piel se erizaba tras su camino. Recorrió con los dedos desde el hombro, pasando por su omóplato para delinear la cintura y la cadera hasta llegar al muslo.
Danton sonrió y se aproximó un poco más. Pasando un brazo por encima de ella para pescarla y atraerla más cerca de él. Así no se asustaría si al despertar vuelve a creer que solo fue un sueño.
La abrazó como la había abrazado la primera noche que habían estado juntos, con la pequeña diferencia de que ahora sus sentimientos ya no eran un manojo de nervios, ahora eran claros y transparentes, y ella era plenamente consciente de ello.
Cerró los ojos otra vez, respirándola, sintiéndola y se durmió como un bebé, como nunca antes lo había hecho.
Se durmió con el futuro entre sus manos.