Tempestad incesante
Abría a nuestra piel
Yuyos de sangre
Nuestra barca era guiada a un mar desconocido
E inmensas olas iracundas nos arrojaron a la fría muerte.
Náufrago y delirante
La piel se hacía flor de carne.
El odio se extendía entre los fieles del rey
Y este, en su cobardía
Envió a sus lacayos
A arrojar fuego y hierro.
Perecieron cientos y el rey reía
Pero, ¡Gracias, dioses!
Algo extraño carcomía sus vísceras
Y sus ojos fueron cerrados.
Júbilo y vinos
Para efímeras noches de regocijo.
El mal volvió y otro rey se instauró
¡Qué desdicha!