El comedor de la mansión Blackwood estaba envuelto en un silencio tenso, tan espeso que casi podía cortarse con un cuchillo.
La mesa larga, impoluta, era un escenario perfecto para un duelo no declarado.
Emma, sentada frente a Liam, apenas probaba bocado.
Sus ojos se movían inquietos, buscando los de él, intentando capturar una mirada, un gesto, algo que confirmara lo que su corazón ya sabía.
Pero Liam mantenía la vista fija en su plato, como un prisionero que no puede escapar.
Frente a ellos, Adam Blackwood se reclinó en su silla, con la elegancia estudiada de un depredador antes de atacar.
Tomó la botella de vino con una lentitud insoportable, la levantó, y empezó a servir en su copa.
El sonido del vino cayendo rompió el silencio.
Un plink suave resonó cuando el anillo de Adam golpeó contra el cristal.
Adam sonrió, pero sus ojos no.
Inclinó la botella un poco más y el vino se derramó, manchando el mantel blanco.
Un accidente que no fue un accidente.
Emma tragó saliva.
Liam tensó la mandíbula.
Adam giró la copa en su mano, observando el líquido rojo como si pudiera ver el futuro en él.
Sus ojos pasaron de Liam a Emma, y luego volvieron a ella, como quien da el golpe final en una partida de ajedrez.
—Espero que el vino esté a tu gusto, querida —dijo Adam, con un tono casual, casi dulce—. Es del mismo año en que perdiste a tu gran amor.
El comentario cayó como una piedra al agua.
El eco retumbó en la sala.
Emma cerró los ojos un instante, como si cada palabra le hubiera atravesado el pecho.
Frente a ella, Liam apretó el puño bajo la mesa.
Las venas en su cuello se tensaron, pero su rostro seguía inexpresivo.
Adam sonrió y llevó la copa a sus labios, sin dejar de mirar a Emma.
El vino manchó sus labios como si estuviera bebiendo sangre.
Nadie dijo nada.
Solo el eco de esa última frase flotaba en el aire, venenosa.
Adam bajó la copa con un golpe seco sobre la mesa.
El sonido resonó como un disparo.
—Liam, quédate después de la cena —dijo Adam, sin apartar la vista de Emma—. Quiero hablar de… lealtad.
Liam no se movió.
Un músculo saltó en su mandíbula.
Pero finalmente, asintió.
—Como usted ordene.
Tomó su copa y bebió un trago rápido, demasiado rápido.
Cuando la dejó sobre la mesa, un par de gotas de vino cayeron, manchando el mantel.
Emma lo notó. Liam estaba temblando.
Adam se levantó de la mesa con una calma escalofriante.
Se acomodó los puños de la camisa, se ajustó el reloj de muñeca y se dio la vuelta sin más.
Pero Emma seguía mirando a Liam.
Su rostro estaba rígido, sus ojos clavados en la copa que aún sostenía entre los dedos.
¿Qué sabe Adam?
¿Qué va a decirle a Liam?
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El pasillo estaba envuelto en penumbras, solo iluminado por la luz débil de una lámpara al fondo.
Emma caminaba de un lado a otro, los pasos resonando como latidos inquietos.
Se mordía el labio inferior, las manos inquietas, jugueteando con un mechón de su cabello.
La nota que había encontrado seguía ardiendo en su mente como un fuego imposible de apagar.
“Te prometí que nunca te dejaría. Y no lo hice.”
Pero, ¿qué significaba eso?
¿Por qué no le decía la verdad de frente?
En ese momento, Liam apareció en el extremo del pasillo.
Venía caminando hacia ella, las manos en los bolsillos, la cabeza baja.
Al verla, se detuvo en seco.
El silencio se volvió pesado, denso.
Ambos se quedaron ahí, frente a frente, como dos soldados en trincheras opuestas.
Liam miró sobre su hombro, como si temiera que alguien más estuviera allí.
Luego, volvió a clavar los ojos en ella.
Emma no esperó más. Esta era su oportunidad.
—Liam, por favor, escúchame —dijo, su voz sonando más débil de lo que quería.
Liam apretó la mandíbula, su mirada oscura fija en algún punto sobre el hombro de Emma.
Pero no respondió. En lugar de eso, dio un paso hacia el despacho de Adam.
Emma sintió que se le escapaba el tiempo, como arena entre los dedos.
No podía dejarlo ir sin obtener respuestas.
Avanzó tras él, casi corriendo.
—¿Nunca has sentido que alguien que amaste sigue aquí? —dijo, la voz temblando.
Liam se detuvo en seco.
El pasillo entero pareció contener el aliento.
Emma respiraba con dificultad, las manos crispadas a los costados.
Liam no se giró al principio.
Se quedó ahí, de espaldas a ella, el cuerpo tenso, los puños cerrados.
Finalmente, respiró hondo, soltando el aire en un suspiro lento y pesado.
Se dio la vuelta, un paso firme, y quedó frente a Emma, a escasos centímetros.
Sus ojos se clavaron en los de ella.
Y en ese instante, Emma sintió como si el mundo entero se derrumbara a su alrededor.
Conocía esos ojos.
Los conocía demasiado bien.
Pero Liam no se inmutó.
Se inclinó un poco, acercándose más, lo justo para que sus respiraciones se mezclaran en el aire.
Y en voz baja, ronca, murmuró:
—A veces… lo que amas no es real.
Sus palabras eran frías, secas.
Pero sus ojos… sus ojos decían lo contrario.
Había una herida abierta en su mirada. Un dolor que Emma reconocía demasiado bien.
Liam se ajustó el traje, con manos temblorosas.
Y sin decir nada más, se dio media vuelta y siguió caminando, perdiéndose en las sombras del pasillo.
Emma se quedó ahí, clavada en el suelo, con el corazón latiéndole en la garganta.
¿Liam estaba jugando?
¿O estaba pidiendo ayuda a gritos, sin decirlo?
El eco de sus pasos resonó hasta perderse en el silencio.
Pero las palabras quedaron flotando, pesadas, adheridas a su piel como el perfume que jamás pudo olvidar.
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La puerta del despacho se cerró con un clic seco, sellando a Liam en una habitación donde el aire pesaba como plomo.