El heredero

Capítulo VIII. Del otro lado del muro

A medianoche, al amparo de los fantasmas del cansancio que sumieron al mundo en un sueño profundo, Mariano se aventuró detrás de los muros del palacio y se escabulló directo a la habitación de la duquesa Sofía con el fin de concretar el encuentro pautado.

Nervioso como si se tratara de una cita romántica, preocupado por las sospechas prematuras que recaían sobre su persona, el príncipe se deslizaba sigiloso, guiándose con un viejo candelabro para evitar un paso en falso, con la mente puesta en una conversación impostergable que esperaba no solo fortaleciera el vínculo entre ambos sino, además, con suerte, sellaría una alianza vital para los destinos del reino.  

—Sigo creyendo que es una mala idea —dijo Sofía mientras se sentaba junto a una pequeña mesa de madera que amenazaba desintegrarse al más mínimo contacto.

—Todavía podemos cancelarlo.

—¿Y perderme ese delicioso jugo de naranja? —ironizó mientras batía el exprimido.

—Eso fue una puñalada certera a mi alma destrozada.

—¿Qué fue lo que dije?

—Esperaba algo así como: “por nada del mundo me perdería una charla contigo”; pero no, en lugar de eso, fui vencido por 150 cm3 de vitamina C.

—Eres un tonto —replicó sonrojada, obnubilada por aquel pequeño recinto que parecía conservar el espíritu de antiguos cónclaves olvidados por el mundo.

—Eso dicen, sí.

—Creí que iríamos a caminar.

—Prefiero no arriesgarnos —se excusó—; en tu estado es mejor que evitemos escaleras y pedregosos senderos milenarios.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro —asintió mientras acomodaba el candelabro en un rincón—, lo que quieras.

—Sonará extraño, pero necesito que hagas algo por mí.

—Solo dilo.

—¿Puedes escribir en este papel? —preguntó sacando un retazo de hoja en blanco del bolsillo de su saco.

—Sí, definitivamente es extraño —sonrió frunciendo el entrecejo.

—Solo hazlo —insistió.

—¿Con qué objeto? —indagó desconfiado.

—Colecciono autógrafos.

—¿En serio? —soltó una carcajada—, ¿es lo mejor que se te ocurrió?

—Es que necesito…

—Sí —interrumpió enseñando sus manos desnudas—, me descubriste.

—¡Lo sabía! —exclamó apretando los puños.

—¿Cómo te diste cuenta?

—Esto sonará más extraño todavía, pero cada una de tus cartas me provocaba una seguridad difícil de explicar; una alegría inmensa que me hacía olvidar, más no sea por unos cuantos minutos, la tristeza que me azotaba y, sobre todas las cosas, una inenarrable sensación de plenitud, la misma que siento cuando estamos juntos.

—De haberlo sabido hubiera regresado antes.

—¿Por qué? —preguntó mirándolo a los ojos.

—Pues, para estar contigo y ayudarte a transitar este difícil momento.

—Me refiero a por qué comenzaste a escribirme —indagó—. Ni siquiera me conocías.

—Pero conozco de sobra a mi familia —suspiró.

—Debes tener muchas personas que te son leales.

—¿Por qué lo dices?

—Intuyo que existía toda una cadena para hacerme llegar las misivas sin que cayeran en las manos equivocadas.

—¿Aun las conservas?

—No —lamentó—. Las destruía después de leerlas; no quería que nadie las encontrara.

—Hiciste bien.

—Pero nunca entendí por qué no me dejabas responderte.

—La intención era apuntalarte —se justificó de inmediato—, hacerte saber que no estabas sola, que tenías un amigo en algún lugar perdido de este mundo.

—Sí, fue gratificante saber que alguien se preocupaba por mí —asintió esbozando una sonrisa—. De hecho, aunque fuese de puño y letra, eras casi la única persona que me hablaba en esos meses.

—¿Y tus damas de honor? —preguntó mientras bebía de su exprimido—, ¿acaso son mudas?

—La verdad es que son un amor; Paola, por ejemplo, insiste en cepillarme el pelo todas las noches antes de acostarme; pero en rigor de verdad, no sé si por temor, respeto o excesivo apego a algún manual de conducta que desconozco, rara vez me obsequian algo más que un sí o un no.

—Perdón que me ría —replicó casi tentado—, pero me cuesta creer lo que dices.

—A veces tengo que suplicarles que emitan una opinión —se quejó desahuciada—, y aun así apenas recibo a cambio una sonrisa tibia y un puñado de palabras de aliento.

—¿Y qué hay de tus amigas de la vida? —inquirió—, imagino que las extrañas un montón.

—No son tantas como desearía, a decir verdad.

—¡Vamos, eres Sofía Heredia!

—Muchos amigos de la fama y el glamour, pero muy pocos de tristezas y alegrías —alegó apenada.




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