En una vieja casona de Nueva Orleans durante los años noventa, un hombre de piel morena, vestido con un traje sin saco, y con la camisa blanca desabotonada para brindarle un poco de aire ante la sofocante noche de verano, se encontraba con las piernas sobre el reclinable del sofá.
Aquella imagen era común, demasiado común a esas alturas; en sus manos llevaba una especie de cubo extraño con el que parecía estar jugando. Ese cubo oscuro con un aspecto viejo tenía partes movibles que sobresalían de él, como si fuera un rompecabezas tridimensional.
El cabello cobrizo de Dean, que le llegaba a los hombros, cayó por el sofá mientras mandaba volar al cubo por sobre su cabeza con la ayuda de sus poderes. El cubo flotante seguía moviéndose, ahora sin necesidad de usar su capacidad física para ello.
Había gastado ya tres años en esa cosa, contratado por el ser que menos había imaginado. Era cierto que Dean, a pesar de tener sangre de brujo, ni siquiera formaba parte de una asociación. Lo que era más gracioso es que ni siquiera formaba parte de la cámara de líderes de su propia familia, quienes lo habían exiliado por herejía.
En realidad, Dean, a pesar de ser un brujo prominente, era un paria.
Nadie lo buscaba, nadie lo quería en su círculo. Se había resignado a permanecer al margen y vivir una vida normal y común con cualquier mujer que pudiera soportarlo. ¿Cuál había sido su delito? Mezclar la tecnología con la brujería.
Un crimen que sus congéneres nunca perdonaría, algo que lo hizo perder la carrera por el liderazgo de su familia a pesar de haber sido un favorito. ¿Y qué ganó con eso? Llamar la atención de un ser que desde el inicio de los tiempos había sido enemigo de gente como él.
Y sin embargo, ahí estaba, trabajando para un puto vampiro.
El reloj marcó las once en punto, una hora para la medianoche. Aquel día, ese bastardo que le había sacado el mayor susto de su vida lo había citado en esa vieja casa. Dean nunca pudo entender cómo es que el vampiro aún mantenía sus bienes intactos en el mundo, tales como esa casa y otras cosas que había visto a lo largo de esos tres años que había trabajado para él, pero agradecía que eso fuese así. Ya se había beneficiado bastante de la riqueza de ese bastardo, y pensaba seguir haciéndolo por un tiempo más.
Adrastus había sido un cliente excepcional, pero Dean sabía que su asociación se extinguiría pronto; el maldito cubo que le había dado al fin se había movido, a un paso de ser abierto, ya no quedaba mucho de aquel desafío que sus antepasados habían hecho.
¿Qué era lo que escondía esa cosa? Si bien nunca preguntó, él lo sabía. Allí se guardaba la llave hacia un nephilim, o, mejor dicho, hacia el cadáver de uno. Las viejas inscripciones en un idioma olvidado por la humanidad, pero que los de su tipo recordaban como una vieja tradición, le habían hablado silenciosamente.
¿Para qué un maldito vampiro quería algo tan sagrado? No lo sabía, y no le importaba. Los nephilims eran los padres de los brujos, ¿qué más le daba a él que un vampiro se quedara con una momia vieja e inútil guardada en quién sabe qué parte del otro lado del mundo?
Lo que ahora le importaba a Dean era el futuro, la promesa de una nueva vida que se estaba gestando en ese mismo momento, mientras esperaba al vampiro.
Una mano fría lo tomó por su tobillo, y sintió que una corriente eléctrica atravesaba su columna, poniéndole la piel de gallina. Quiso maldecir a Adrastus, pero su lengua se contuvo mientras su mirada expresaba todo aquello que calló.
—¡Esa maldita costumbre tuya me matará un día! —Al fin dijo, indignado, y, aun así, sin levantarse del sofá. Sus piernas continuaban en el respaldo del sofá y su cabeza colgaba hacia el piso, como usualmente lo hacía.
—Para alguien que usa mis muebles de tal manera, no sería un mal final. —Respondió con su acento característico, un acento indistinguible y extraño que era muy propio de él.
Su cabello negro y sus ojos verdes y brillantes como los de un gato en la oscuridad lo hacían ver hermoso, a pesar de que su nariz era aguileña. Una belleza exótica, un hombre de frente amplia y mandíbula cuadrada de cabello largo y liso. A los ojos de Dean, Adrastus parecía un hombre de apenas veintitantos años, uno de esos tipos nuevos en la onda gótica de Nueva Orleans.
Ciertamente, a Adrastus le gustaba más la moda antigua. Todavía vestía pantalones de vestir y chaqueta, todavía usaba reloj de bolsillo e incluso, a veces, sombrero de copa. La naciente ola gótica en los jóvenes de la ciudad le había dado una oportunidad de vestir a su gusto sin llamar mucho la atención, aunque, siendo lo que era, seguramente nadie se daría cuenta de él a pesar de su apariencia.
No era extraño que un vampiro manipulara a los humanos normales para que se olvidaran de él.
—Está listo. Ahora sólo necesitas llevar esta mierda a la cerradura. —Dean al fin había dado el último giro, con el que el objeto se había abierto como una flor. Dentro de esa flor hecha de piedra y madera viejas, tan viejas como el mundo mismo, había una llave brillante y de apariencia nueva, como si se hubiese hecho un día antes.
La flor de piedra que flotaba sobre la cabeza de Dean voló hacia las manos del vampiro. Sus uñas largas y cristalinas, reflejaron la luz brillante de la llave dorada que parecía nacer de entre los pétalos pétreos de la flor.
Dean se había puesto de pie en el momento en que Adrastus había recibido aquella misteriosa flor antigua. El bello rostro del vampiro, pálido, tan pálido como una hoja de papel, estaba sonriente, dejando ver sus colmillos prominentes.
—Entonces, ¿éste es el final? —Preguntó Dean, extendiendo su mano. Esperaba que el vampiro, en algún futuro, trajera más trabajo a sus manos. Había sido divertido experimentar con ese maldito cubo, y también había sido interesante conversar con Adrastus.
Adrastus miró la mano extendida de Dean. En sus más de dos mil años, él nunca imaginó estrechar la mano de un brujo; los tiempos cambiaban, su grupo maldito se había reducido y los neófitos morían de las maneras más estúpidas, creyéndose reyes del mundo cuando no eran más que simples sombras, residuos de seres malditos que ni siquiera tenían fuerza propia, insultando a sus mayores y encontrando una muerte espantosa.