Eleonore no fue a clases el viernes, no por lo que había sucedido el día anterior, sino porque su abuela había enfermado; la anciana Alphonsine usualmente era como el roble, inquebrantable y activa, pero aquella mañana soleada de primavera su fuerza parecía haberla abandonado, haciéndola caer en un desmayo que Eleonore descubrió cuando salió de la ducha. Su abuela siempre, todas las mañanas, se levantaba al alba y empezaba haciendo el desayuno, para luego, irse a trabajar de afanadora en una de las grandes plazas comerciales de la zona central de la ciudad.
La chica de cabello cobrizo gritó angustiada cuando, en lugar de ver a su abuela sentada en la mesa, esperándola, la encontró en el piso de la pequeña sala del viejo departamento. No sabía desde cuándo ella había caído, ni el por qué, y pronto se obligó a sí misma a guardar la calma. Su cabello fue peinado por sus dedos, hacia atrás, en un esfuerzo infructífero de calmarse para poder llamar a la ambulancia; sabía que un estado de pánico no la ayudaría, así que hizo su mayor esfuerzo y empezó a marcar los números en el teléfono que estaba al otro lado de donde su abuela había caído. No la movió, por temor a que ella se hubiese lastimado de alguna manera y empeorar las cosas, sólo se cercioró de que siguiera respirando, y lo hacía, para su alegría y alivio, su abuela seguía viva.
—Vamos abue... sólo aguanta un poco más... —Balbuceó ansiosa mientras esperaba a que urgencias tomara la llamada. Pareció una eternidad para ella cuando la mujer al otro lado del altavoz le habló.
No pasó mucho tiempo para que una ambulancia se aparcara frente a la puerta del edificio en el que vivía; los paramédicos llevaron el cuerpo regordete de la anciana con cuidado, para alivio de Eleonore, quien, por la urgencia de la situación, sólo tomó el bolso de su abuela y salió corriendo para acompañarla.
Eleonore no sabía qué estaba pasando, ni por qué su mundo parecía desmoronarse en ese momento, pero oró a quien sea que se encargara del destino que, por favor, no permitiera que su abuela muriese; como un fantasma, sólo pudo percibir las cosas que los paramédicos estaban haciendo para estabilizar a la anciana sin siquiera comprender mucho debido al shock. Estaba consciente de que, a veces, ella y su abuela no se llevaban bien, incluso algunas ocasiones Eleonore se había enojado tanto con ella que deseó no volver a verla otra vez, pero nunca quiso que algo como lo que ocurría en ese momento pasara.
Se quedó en la sala de espera de urgencias, como un pequeño espectro deambulando desconsolada; no había lágrimas, pero la pesadumbre estaba allí, sórdida y presente hasta en su más mínimo pensamiento. Perdida en el color blanco y azul de las paredes, los cuadros que adornaban ese hospital que, como un golpe en su cabeza, se dio cuenta que tal vez no podía pagar. No sabía qué era lo que tenía su abuela ni tampoco si lo podría cubrir el seguro, y pensó que tal vez era una llamada del destino para usar el dinero que su abuela quería que usara en su universidad. De todos modos, nunca iba a usarlo, a pesar de que en esos últimos tiempos había un pequeño deseo naciente en su cabeza sobre si seguir viviendo, sobre si podía aspirar a asistir a la universidad y tener una vida tranquila y normal de una vez por todas. Se dio cuenta de que Andrew la había hecho pensar eso de una manera u otra, y se maldijo a sí misma. Ese no era el momento para pensar en eso, no era el momento para imaginarse un futuro ideal que nunca sucedería.
Lo que había dicho Joan era verdad, ella era una mierda. ¿Cómo podía pensar en otra cosa que no sea el bienestar de su abuela en ese momento?
Sus ojos cansados vagaron nuevamente por la sala, esperando por algo que no tendría rápidamente; luego, recordó que debía llamar a su tío. No sabía si su abuela necesitaría una intervención y ella era menor de edad... Suspiró, agotada mentalmente; no quería esa mierda más, quería despertar de una vez y darse cuenta de que lo que estaba pasando era sólo una de esas pesadillas que parecían reales.
Caminó hacia el teléfono público que estaba apostado sobre una de las paredes; la estructura parecida a los teléfonos británicos que se veían en los programas de TV la intimidó, sintiéndose un poco asfixiada cuando entró a la cabina. Las teclas de metal empezaron a emitir el sonido característico cuando ella empezó a teclear el número de la estética de su tío, esperando que él ya estuviese allí, ya que no recordaba el número de móvil del mismo.
Tres veces, ella intentó contactarse con él, y no fue hasta el último intento que el auricular por fin fue levantado del otro lado de la línea.
—¿Tío? La abuela... ella está en el hospital. —Fue lo único que alcanzó a decir antes de escuchar la voz enojada de su familiar más cercano a parte de la anciana responder algo. Estaba acostumbrada al mal humor de su tío, así que no le importó; después de enojarse con ella porque no lo llamó a su móvil inmediatamente y regañarla por no tener uno, exigió rápidamente la dirección.
—Sí, aquí espero... —Confirmó luego de que le dijera que iría lo más rápido posible; de todos modos, ella no tenía a dónde más ir, ni quería hacerlo. Pensó en que sería bueno tener a alguien que estuviese a su lado, pero no lo hubo. No tenía en quien reposar su cabeza para descansar, no tenía alguien a su lado para llorar o para hablar y desahogarse, y se sintió vacía y miserable.
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Andrew colgó el auricular por segunda vez. El sol estacional castigador de Nueva Orleans empezaba a ocultarse, y la ansiedad por no saber qué es lo que había pasado con Eleonore le estaba carcomiento el cerebro. Invocó a sus arañas para saber qué es lo que había ocurrido, enviando a una de ellas al departamento de la chica, encontrándolo vacío y desordenado. El peluche que él le dijo muchas, cientos de veces, siempre llevara consigo, lo había dejado en su habitación junto al conejo estúpido e inútil que no merecía el nombre de familiar.