El hermoso monstruo de la bruja

Gris

Lunes por la mañana, su día a día empezó gris como siempre, sin color; su abuela estaba mejor, con su enfermedad controlada, su vida estaba tranquila por el momento, y, sin embargo, el color se había desvanecido. Pensó en Andrew, no sabía nada de él desde la llamada telefónica donde le avisó que se ausentaría. Había pasado casi una semana, y él no se había vuelto a contactar.  

Lo de Joan todavía dolía, pero lo había empujado hacia el fondo de sus preocupaciones; en ese momento, Andrew era quien ocupaba toda la cabeza de Eleonore. Su inseguridad la hizo pensar muchas veces sobre que él seguramente estaba bien y permanecía en silencio porque ya no quería saber nada de ella, para luego, preocuparse en extremo pensando que tal vez le había ocurrido algo grave.  

Eleonore no sabía mucho sobre los problemas de los brujos, ni qué tan peligrosos eran cuando peleaban entre ellos, pero Andrew le había contado que muchos de ellos morían incluso en sus propias investigaciones. La senda del brujo era peligrosa cuando cosas como seres legendarios empezaban a avistarse, o cuando la inquisición tocaba la puerta. Lo último, ella pensó que había sido una broma, pero Andrew le contó la historia verdadera tras aquella época de la historia; los inquisidores sí habían perseguido y matado brujas por montones, como un brazo armado de la iglesia, elegían a gente con dones elementales que no chocaban contra su credo.  

La magia existía, así como los seres fantásticos, los fantasmas, los demonios y los seres divinos, según lo que había aprendido durante sus pláticas con el chico de cabello anaranjado; si aquello lo hubiese escuchado de otra persona, Eleonore seguramente creería que le mentían o que le querían ver la cara, pero confiaba en Andrew; él le había mostrado las bondades de la magia, cosas sencillas como ver cosas fuera de la vista humana, hablar con espíritus naturales, invocar la lluvia, el trueno, el viento, el fuego y el agua en sus propias manos. Todo había sido tangible y hermoso, aderezado con la alegría que él le contagiaba, con esa sonrisa pícara que a veces la hacía ruborizarse y pensar en cómo se sentiría abrazarlo efusivamente y no con ese pequeño abrazo obligatorio que ella le había dado en su cumpleaños.  

Apesadumbrada, sus pasos la guiaron a la cotidianidad; el viaje a la escuela, la excusa sobre su falta el viernes y el comprobante que le habían dado, los deseos de que su situación mejorara de parte de sus compañeros, tan obligatorios como la propia sonrisa de Eleonore al recibirlos. No vio a Joan aquel día, por lo que, al menos, estuvo tranquila en la contemplación de sus preocupaciones principales. Y el día pasó así, sin un chico pelirrojo que la incitara a salir después de clases para tomar un café helado en el Amorino y caminar uno cerca del otro hacia el departamento solitario del joven, donde hablarían de todo y nada, como si de verdad fuesen almas gemelas, como si de verdad estuvieran unidos por hilos invisibles que conectaban sus corazones.  

Gris, el camino a su casa fue de un gris tal como las nubes que empezaron a regar la tierra con gotas gruesas y luego suaves, levantando el olor a petricor como una infusión para acrecentar la melancolía en los corazones de los habitantes de la ciudad. Gris como el paraguas que sacó de su mochila, a sabiendas que la temporada de lluvias iniciaría tarde o temprano, tan gris como su humor al regresar a casa y encontrar a su abuela “bien” a secas, sin una mejora visible, pero al menos viva.  

Gris como el beso que le estampó en la frente, mientras la veía desgranar chícharos tranquilamente, como si no hubiese pasado nada, pero sabiendo que su rostro, tan gris como el humor de Eleonore, denotaba cómo se sentía.  

Y al entrar a su habitación, ese gris se esfumó cuando arrojó su mochila a la cama y miró su pequeño escritorio negro; una hoja blanca que no había estado ahí en la mañana la esperaba, doblada delicadamente con la forma de un conejo. Una pequeña araña salió de detrás del origami, negra y peluda con algunas formas rojas en las patas. Eleonore la miró con curiosidad, recordando lo que había vivido al lado de Andrew.  

“Las arañas son lo mío”  

Eleonore se había sentido un poco humillada cuando descubrió que su conejo era un familiar; no es que lo odiara, francamente estaba encantada al saber que el señor Usagi viviría más allá que una mascota común y que podría convertirse en un pequeño ejército de seres que la ayudarían con sus cosas... el hecho de que algo como un conejo no era una imagen que podrías relacionar con una bruja era lo que la había avergonzado. Luego, ella preguntó por el de Andrew, así que se lo mostró.  

Una araña, como la que se presentó ante ella tranquilamente en ese momento. Por supuesto, la araña que Andrew le había mostrado a Eleonore era mucho más grande, pero idéntica a la que estaba observando alejarse ahora, tan tranquilamente como si su habitación fuese su hábitat.  

Se preguntó sobre si el joven de cabello naranja la había dejado verla a propósito, y luego, expectante, tomó el origami animal y lo desdobló cuidadosamente.  

Se sentía como papel común, y pronto la letra conocida de Andrew apareció, elegante e inclinada, como si perteneciera a un hombre del siglo pasado. La tinta negra se había extendido en una carta escrita a mano que trajo alivio e inquietud a la joven adolescente.  

 

Eleonore 

No puedo contactar contigo ahora como me gustaría hacerlo; las cosas se han salido de control un poco, pero no te preocupes, estoy bien. Espero que tú también lo estés, no sabes cuánto me preocupa el no poder saber nada de ti hasta que regrese.  

Buscaré la forma de volver antes de tu cumpleaños, no importa qué, prometí que saldría contigo ese día y pienso cumplir mi promesa. Espero que también cumplas la tuya; si pasa algo, por favor, no pienses mucho y corre hacia mi departamento, y no olvides nunca llevar al peluche contigo.  



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En el texto hay: vampiros, abuso, brujas

Editado: 27.10.2021

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