Los ojos grises de Andrew se fijaron en el rostro sonriente de Nor; la forma en la que su nariz se arrugaba cuando sonreía la hacía ver linda, y el hoyuelo en una de sus mejillas, sólo una, se hundía como un pequeño botón que le recordaba las mejillas rojas de un dibujo animado pop del momento de color amarillo.
La cocina nunca le había parecido tan cálida como ahora, incluso brillante; le costaba pasar el tema de conversación, escuchando cómo ella estaba alegre de que él estuviese a salvo, de cómo se preocupó por él en los días que no pudo verlo y que cuando leyó su nota sintió alivio, aunque la araña la había sorprendido.
—Nor... yo... hay algo que quería decirte, pero no sé si sea buen momento... —Sí, era difícil. Más que eso, era algo de lo que Andrew no quería hablar.
—¿Sí? —Ella cambió su actitud relajada y sonriente a una más seria. Andrew no quería que su momento feliz llegara a su final, disfrutando siempre de la alegría de la joven. Él suspiró y pasó su mano derecha por su cabello naranja y brillante.
—Bueno... en realidad no sé cómo empezar... —aceptó sin mirarla a los ojos. Aquello era extraño, él siempre se mostraba asertivo, pero esa faceta de Andrew, a Eleonore, le pareció linda. Ella entendía que quizá las cosas que debía contarle eran dolorosas, difíciles o tal vez tan locas que podría no creerlas.
—Sea lo que sea, te juro que te creeré. Entiendo que el mundo de los brujos puede ser extraño... tal vez hasta sea un poco amoral... pero trataré de comprender. —Nor se había acercado a él, estando uno al lado del otro, sentados en los bancos de la barra de la cocina, parecía que no había distancia alguna entre su piel y la de ella. Aquello lo hizo sentirse feliz, ella tenía la suficiente confianza para acercarse de aquel modo, sin darse cuenta, sin temerle. Se preguntaba si podría tocarla, olvidando todo lo que había pensado previamente al respecto del asunto de los inquisidores.
Sintió el aliento de Eleonore chocar contra su propia nariz y sus ojos oscuros como pequeños hoyos negros parecían absorber su voluntad. Quería besarla, y se sintió un estúpido. No era momento para eso.
Maldijo a Nabucodonosor por lo bajo por haber liberado a la bestia salvaje dentro de él, pero también, en el fondo, estaba agradecido. Al menos ahora podía pelear de verdad y vivir para ver de nuevo a la chica frente a sus ojos.
Bajó su mirada para concentrarse. Tenía que contarle muchas cosas.
—Extraño... sí, lo es. Amoral es poco para describirlo. Tal vez por eso las cosas tomaron un rumbo peligroso para la mayoría de nosotros. —Sus palabras fueron lentas; no quería explicar las cosas malas que los brujos hacían a los humanos normales, pero tarde o temprano ella se enteraría. Sí, era lo mejor decirlo ahora. —Los brujos no son tan benevolentes como te he hecho pensar, al menos la mayoría. Muchos usan humanos... humanos normales, inocentes, para sus investigaciones...
Ella lo miró fijamente, con esos ojos negros abiertos tras sus lentes cuadrados; Andrew se sintió asqueado, tal vez, pensó, no debió haberle dicho esa parte. Tal vez, decirle sólo una parte de todo hubiese sido mejor.
—¿Tú lo has hecho? —Preguntó ella, aunque inmediatamente se arrepintió. Si bien la pregunta no era con reproche, se dio cuenta de que lo había lastimado. Observó en la mirada gris de Andrew el vacío, el arrepentimiento, el miedo y luego, la desesperanza. Él temía, temía que ella se alejara de él, y se encontró pensando qué debía decir. ¿Podría aceptar fácilmente que lo hacía? ¿Podría ella abrazar esa parte de la naturaleza de él? Nunca lo había querido, nunca lo habría deseado si fuese una opción, pero él no tenía ese lujo. Su naturaleza era su naturaleza, sin poderla domar por completo, sin poderla dejar atrás... Tan maldito, tan desamparado, tan monstruoso...
Eleonore comprendía muchas cosas, entendía que la cadena alimenticia en todas sus formas era cruel, ella misma lo había vivido. No guardaba amor por la humanidad, pero tampoco la odiaba, y si había algo que ella de verdad odiase era a la vida misma o tal vez al dios indolente que muchas personas adoraban. Sabía que, en el mundo, nadie era culpable por completo de sus circunstancias; ¿quién podría, salvo una divinidad todopoderosa, sortear con júbilo y satisfactoriamente la dura vida que a muchos se les presentaba? El dolor, la agonía, el sufrimiento no era obra kármica ni el ser humano era merecedor de tales situaciones. Nadie lo era, y, por tanto, nadie era culpable a pesar de que la culpa se sentía. Lo único que las personas podían hacer con esas circunstancias era afrontarlas, la única responsabilidad que tenían ante las dificultades era el cómo curaban sus heridas y si podían mantener su humanidad en el camino.
También, ella confiaba en Andrew, él le había mostrado su amabilidad, él era agradable y buena persona con todos. Nunca negaba ayuda, nunca trataba mal a nadie. Era la verdadera cara de la bondad, sin perder el sentido de la justicia ni explotar de enojo, sabía controlar sus emociones, pero también se molestaba cuando las cosas no eran aceptables. Andrew era alguien que, según la visión de Eleonore, estaba atrapado en el mundo al que pertenecía por su sangre, no porque le gustase; su naturaleza era así, pensaba, tranquila y amable como la de un chico común, tan normal como lo era cualquier compañero de su edad. Tal vez un poco torcido como debería ser alguien criado por personas como eran descritas los brujos, pero, ¿qué más daba? Él era su amigo, el único que había tenido de verdad al parecer.
Eleonore había conocido la verdadera maldad, los verdaderos ojos de un monstruo y Andrew no los tenía. Un monstruo no habría sentido arrepentimiento, no habría temido por la pregunta que le hizo. Un monstruo no temblaría tratando de retener a la persona que consideraba su amiga, alguien importante.
Un monstruo como el que ella conoció, mentiría al instante, sin pensarlo, sin un ápice de sentimientos en los ojos fríos. Tal vez hasta se jactaría, acorralado por la verdad, sin siquiera pestañear. Eleonore conocía a los monstruos de verdad, gente que parecía humana pero que no lo era; la mirada de depredador, la sonrisa que ocultaba intensiones, la nobleza que terminaba en golpes y culpas.