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Ella entró a la casa donde vivía lentamente, casi de puntitas; era algo común en su día a día gris, oscuro y deprimente.
La casa de paredes pintadas de blanco, adornadas con cuadros genéricos que uno podría encontrar en las tiendas de un dólar, parecía tan grande... tal vez lo era, una inmensidad que siempre parecía querer tragarla por completo, con las partículas del polvo que nadaban a contraluz de las ventanas, cuyas cortinas apenas dejaban pasar los rayos del sol del atardecer.
Había un silencio allí que la hizo estremecer; un silencio que reconocía, el que le daba un poco de tiempo para comer apenas, para prepararse.
Su cuerpo pequeño caminó hacia la cocina con pasos dubitativos. Todavía temía que hubiera alguien en casa. Respiró profundamente lo más silencioso que pudo, dando un paso sobre otro; se sentía rota, o tal vez siempre lo había estado.
Observó con detenimiento la cocina de paredes color crema y estantes rojos; en algún momento, pensó que aquello era familiar y cómodo, pero en esos momentos, todo se había trastocado, tiñéndose de un color desconocido y doloroso.
Sobre la estufa vieja había una pequeña cacerola con comida, tal vez del día anterior; lo que sea, era comida que ella debía consumir. Si su madre o él encontraban intacto lo que había sobre la estufa, probablemente sufriría las consecuencias terriblemente, aunque no es que importara mucho... sólo, simplemente no quería más dolor.
Apenas media un metro con treinta centímetros y tenía nueve años recién cumplidos; la soledad de aquel lugar que mal nombraba hogar era la poca tranquilidad que podía obtener en su día a día.
Dejó la mochila vieja de color lila que siempre la acompañaba a un lado, en el piso de losetas oscuras, y sin calentar lo que había en la cacerola, empezó a comer lo que le habían dejado, sentándose en el desayunador que había en una esquina, la más alejada de donde se supone ella vivía.
El sabor de las lentejas frías y arenosas empapó su paladar... Como tierra, la sensación se quedó en su boca todavía después de que hubiese terminado, provocó una sensación nauseabunda.
Y sí, todo en ella, dentro y fuera de sí, le causaba tal sensación. Su vida, sus días, sus horas, su simple existencia, para Eleonore eran nauseabundas y no deseadas.
No había comida caliente.
No había amor.
No había sentido.
Sólo existía el profundo y completo abismo frente a ella, convirtiendo todo en un calabozo... en un hoyo sin fondo, en el cual estaba cayendo...
Cayendo... cayendo... cayendo... eternamente, cíclicamente, silenciosamente...
Ignorada por todos, invisible...
¿Si ella desapareciera un día, la extrañarían? ¿Si ella muriese en ese momento, al menos alguien la recordaría?
Un grito salió de su garganta arenosa, tocando su cabeza con ambas manos como si con ello pudiese protegerse, como si de verdad, ella pudiese hacer algo.
Nada iba a cambiar así gritara o llorara... ¡pero qué alivio le traía hacerlo, incluso en el silencio de la soledad!
Incluso si no le importaba a nadie.
Y sí, el nudo eterno en su garganta no se fue, nunca se iría; su ropa vieja y apenas de su talla, tan descolorida que parecía gris, hizo el único sonido que pudo oírse en la propiedad maldita cuando al fin se levantó del desayunador. El reloj de la pared marcaba las siete y quince.
Como si fuese una pequeña alimaña, corrió desesperadamente hacia la pequeña alacena que se había transformado en su habitación. Esa habitación de dos por dos metros, donde apenas cabía un catre que hacía de cama, donde, alrededor de ella, se apilaban estantes con cosas que no eran de ella.
Donde, por mucho que lo deseara, no había lugar para esconderse. Y si lo intentaba, sería peor. Sí, lo sabía, no debía tener esperanzas. Nunca.
El sonido de las manecillas del reloj, como una canción funesta, presionó su corazón. Tic-toc, tic-toc... Cada segundo contado era uno menos de relativa seguridad, y pensó, que sería mejor estar preparada.
Arrojó su mochila a la caja de plástico donde siempre la ponía y se sentó sobre un cojín, arriba de su catre, convirtiendo la repisa inmediatamente superior a éste en una especie de escritorio. No era incómodo, al menos no para ella que ya estaba acostumbrada.
Cuando hacía la tarea, ella no era molestada al menos hasta la madrugada, así que hacer los ejercicios matemáticos que habían dejado para resolver en casa era más un método de supervivencia para ella que una obligación. Tal vez, el monstruo que vivía con ella, a pesar de su perversidad, tenía un poco de conciencia... o tal vez, siendo él un adulto como lo era, sabía que, si los deberes de una niña no eran entregados, llamaría la atención de la escuela.
No había sido la primera vez que Eleonore pensaba en dejar todo de lado, ya no acudir a la escuela y tratar de escapar... en efecto, ella recordaba la primera vez que se le cruzó la idea por la cabeza.
Fue el peor año de su vida, con poco más de siete años; ella no sabía cómo, pero su madre consiguió a un médico que mintió por ellos, argumentando que estaba enferma durante el tiempo que escapó y tras llevarla a su hogar, encerrándola por meses y tratándola como un animal malagradecido. Todavía tenía algunas cicatrices de ello en la espalda, podía sentirlas bien con la punta de sus dedos mientras se bañaba.
Volvió a finales de año, más dócil, más callada... fue por ese tiempo que su reputación empezó a torcerse hasta transformarse en una completa paria. Fue así como Eleonore entendió que al menos, la escuela era un lugar seguro.
También, si tenía buenas calificaciones, a veces, le daban dinero extra. No, su madre no lo hacía, si no él, como si de verdad la quisiera, como si de verdad estuviera orgulloso de ella.