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El alba estaba pronta a nacer, el olor del viento se lo decía. Faustus era un ser mucho más conectado a la naturaleza de lo que se podría pensar, de hecho, por lo que sintió el viento cálido en su pelaje rojo intenso como la sangre que se derramaría en el altar.
Una piedra circular en medio del claro cercano al lago, labrada con las manos de brujos de antaño y pintada con la grasa de la sangre de muchas, demasiadas generaciones de personas que allí fueron sacrificadas, que entregaron su sangre para motivos que él mismo desconocía, pero que seguramente fueron parecidos a lo que sucedería esa madrugada.
A los pies del altar había un círculo que cubría toda la extensión de la tierra alrededor de éste; los cuernos viejos de un ciervo, parecidos tanto a los de el mismo Faustus como a los de Andrew, se alzaban hacia el cielo, sobre la piedra grasienta.
También había flores, muchas flores muertas y secas, añejadas con las lágrimas de la banshee que vivía en la finca. Pudo oler el aroma de mujeres, novicias dormidas que no sabía de dónde las había sacado Seraphim; tal vez, pensaba Faustus, eran aquellas que se habían quedado en las mazmorras, las sobrevivientes del hambre voraz de Andrew en su último despertar, cuando llegó al fin a la edad adulta como lo que era.
Los wendigos, según el folklore indígena, eran seres malditos que nacían del pecado de consumir a sus congéneres; los más cercanos a la muerte misma, a la naturaleza oscura y cruda del otro lado de la moneda.
El aura de muerte y descomposición que los rodeaba cuando llegaban a su desarrollo más álgido era su característica y su castigo, como si su carne se empezara a pudrir y se cayera de sus huesos blancos empapados en la sangre de sus víctimas.
A Faustus, en realidad, no le desagradaba su aspecto bestial, al contrario de su hijo Andrew. Él, increíblemente, comprendía su lugar en el mundo en el que habitaba. Amar a los humanos, devorarlos... era prácticamente lo mismo ante sus ojos. Sin embargo, maldecirlos... esa ya era otra historia.
Según las historias que Seraphim había recopilado en sus primeros años de vida, se decía que los humanos tenían una longevidad envidiable en los inicios del tiempo, siendo ellos parte de las creaciones benditas como lo eran los malakh, los gigantes de las montañas o las sirenas que vivían en la Atlántida. Los héroes de antaño, semidioses que pisaron la tierra, también habían nacido de los humanos, hijos de éstos con alguna de esas razas fuertes y longevas, extraordinarias. Algunos malakh incluso se metieron con las mujeres de la humanidad, dando a luz a los primeros nephilim, hasta que los seres divinos intervinieron y pusieron fin a aquel desarrollo que empezaba a amenazar al mundo entero y su equilibrio.
Fue en esa época que la longevidad de los humanos llegó a su fin, y que muchas razas desaparecieron o se exiliaron en los confines del mundo al borde de la extinción como lo hicieron las sirenas.
Los nephilim, como lo estaba haciendo uno ahora, fueron quienes maldijeron con la muerte prematura a los humanos en aquella época olvidada por el tiempo; y quienes también destruyeron todo archivo, escritura y legado que hablaba de aquel pasado desconocido que abarcó poco más de treinta mil años.
Pronto los humanos olvidaron la magia que pudieron controlar, las palabras de poder y su pozo espiritual; su intelecto disminuyó y se volvieron más salvajes e inválidos, por lo que el universo volvió a su equilibrio.
No obstante, los nephilim todavía vivían en el mundo como guardianes, y sus descendientes con ellos. El mundo siempre había sido frágil, los universos y la delgada tela entre ellos también... y el desgaste del tiempo llegó a ellos como lo hacía con todos, más lentamente, pero lo hizo, llegando el momento en el que todo se olvidó, en el que los nephilims quedaron como cascarones vacíos cuya sangre sagrada y seca se usaba para rituales, donde los brujos, los humanos y todo ser en la tierra los convirtió en dioses, olvidando su naturaleza real poco a poco.
Usaron sus restos para maldecir a otros, como antaño habían maldecido a la humanidad. Sus cuerpos resecos se convirtieron en los cimientos donde las primeras civilizaciones de la era más reciente se alzaron. Y así, fueron olvidados y mutados, convertidos en mitos, al igual que el último malakh, el padre de Seraphim, se convirtió en un mito que dio a luz a una religión detestable.
Y en todo ese panorama, los wendigos sólo eran los portavoces de la muerte. Nada más cercano a ella, nada más silvestre, nacidos de las aberraciones de la naturaleza misma.
Faustus miró el cielo azul oscuro con las estrellas menguantes; recordó los viejos tiempos, cuando corría libre en los bosques de las colonias británicas y los nativos americanos lo vieron por primera vez.
Él ya era viejo, no tanto como Seraphim, pero lo era. ¿Tal vez era así por la sangre casi directa del líder de los Sunken en sus venas? Su madre había sido una simple bruja que había cometido un crimen en contra de su propia familia, por lo que fue obligada a cometer más y más tabúes para tenerlo. Luego, Seraphim la preñó y de ahí nació él: el único wendigo puro del mundo.
Por supuesto, no era tan fácil como lo pensaba, pero Faustus no quería saber sobre los detalles de su propia concepción, aunque a Seraphim no le molestaba hablar de eso. Tal vez era esa la razón por la que él le temía y le causaba una cierta repulsión.
Él mismo se había prometido no tener un niño, pero eso ya había sido otra historia diferente en la cual fracasó por mera estupidez. No es que su vida bohemia fuera de las paredes de los Sunken y su respectivo deber en la familia le causara conflicto o no le importara, en realidad, él siempre fue cuidadoso, aunque al parecer no lo suficiente.