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Las sombras que veía antes por el rabillo del ojo, informes, apenas visibles, ahora eran nítidas; él sabía, lo había sentido aquella madrugada, el sabor del viento se había vuelto más oscuro, si se podía permitir tales afirmaciones paganas por una vez en su existencia.
Dante, aquel que destruía y reforjaba las almas de los pecadores y herejes, ahora podía ver completamente las figuras tristes que se arremolinaban en torno al viejo monasterio; fantasmas de otros tiempos, energías que se habían plasmado debido al sufrimiento, como el hollín a las chimeneas de uso cotidiano.
No es que fuese algo que él no sabía ni entendía, pero hubo otros que no lo vieron así. Aquella mañana, aquellas monjas y curas que no tenían nada que ver con su cruzada y que tenían un poco más de inclinación a la espiritualidad que el común, se levantaron escuchando voces y viendo visiones terroríficas de los muertos que penaban entre los muros del viejo edificio.
Por supuesto que tuvieron que tomar cartas en el asunto, dilatando sus diligencias contra los brujos; ni Dante ni sus superiores querían aceptar que los herejes de sangre blasfema habían ganado tiempo, demasiado a su parecer.
No sabía exactamente qué o cómo lo habían logrado, pero la humanidad estaba demasiado al borde del velo que separaba los mundos. Y así como las energías de los muertos vagaban, también había seres de luz, lo menos visibles, que se podían percibir un poco, sólo un poco más. Y, sin embargo, todavía estaban lejanos a sus plegarias.
Dante, luego de haber calmado a esos santos hombres y mujeres que habían visto los restos de las memorias de los muertos que desfilaron en el convento, se retiró a la capilla interina para rezarle a la virgen María del perpetuo socorro. Realmente el filii dei no era un creyente ferviente de tal imagen, ni tampoco de la figura maternal de la virgen María en todas sus variantes, pero a veces rezarle le traía paz, una paz que poco conocía y que mucho menos anhelaba. Para Dante, la verdadera paz sería que el mundo estuviese librado de la sangre maldita, y la misericordia no tenía cabida, al menos no una misericordia suave y maternal.
Aun así, le rezó, esperanzado de que tal santidad cercana a su señor interviniese y extendiera su manto hacia los humanos indefensos que ahora se enfrentaban al terror y la oscuridad del velo más allá de los ojos humanos. Terrores que se supone se habían expulsado en la oscuridad de la historia perdida de la humanidad, expulsados por el único hijo del señor que dio su vida para limpiar el pecado.
Con su voz gruesa marcada por el amargor de la situación a la que se enfrentaba no sólo él, si no también sus compañeros de armas y la única familia que él conocía, sus palabras flotaron mezclándose con el eco que rebotaba en la cúpula interna adornada de madera y filigrana metálica. Las pinturas de los ángeles, una pequeña copia de la capilla Sixtina, parecían mirarle con misericordia. Y fue allí que pudo sentirlo.
La calidez sórdida que lo bañó, como el abrazo de una madre, si es que se le podía llamar así, siendo que él nunca había conocido tal cosa. Le recordó su infancia, a la hermana Catalina, quien cuidó de él desde que podía recordarlo; las tardes en la colina, cantando con otros niños como él, pequeños que crecieron para librar al mundo de la maldad. El olor a las flores del jardín del orfanato, que crecían a un costado del pequeño campo de verduras que cultivaban entre todos, lo inundó, y una melancolía tan profunda, tan corrosiva, que sintió que su corazón se derretía y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
¿Era acaso eso un milagro? ¿Era acaso lo que experimentaba una señal, una palabra sin voz de la virgen a la que le había elevado sus plegarias? Y sin duda, él era sólo un humano, incapaz de comprender exactamente por qué o cuál era el motivo por el que la luz que sintió en su corazón lo empapó. Sólo supo que aquella había sido la primera vez que sintió algo más allá de su deber, sintió amor, sintió la presencia de ese dios que él nunca había visto con sus ojos y que sólo seguía por medio de su fe, una fe que ahora se había alimentado con la santidad.
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El sonido de la notificación de un mensaje de texto la hizo saltar de su asiento en la cafetería. Eleonore usualmente no gastaba su hora libre en aquel lugar, pero esa tarde estaba siendo demasiado soleada a pesar de que se sentía el ambiente un poco oscuro.
Nerviosa, a sabiendas que sólo una persona podría ser quien le escribiera, ya que ella no había dado su número a nadie más, en primer lugar, porque no era muy sociable, y en segundo lugar porque la noche anterior no pudo hablar con su abuela y en la mañana a ambas se les hacía tarde para sus ocupaciones diarias, sacó el aparato del bolsillo lateral escondido de su falda. Esperaba que su abuela no pusiera el grito en el cielo al enterarse del escandaloso regalo de cumpleaños que le había dado Andrew.
Al presionar un botón, la pantalla se iluminó y el ícono de mensaje mostraba una alerta en forma de número en color rojo. Era un solo mensaje, pero a ella le pareció más que eso; de alguna manera, Eleonore sintió que Andrew estaba cerca de ella.
“Las cosas se han pacificado un poco, probablemente regrese a la escuela la semana que viene.”
Eleonore sonrió para sí misma mirando bobamente la pantalla; era una imagen algo peculiar el hecho de ver a aquella chica vestida de negro, de cabello alborotado y rostro usualmente triste, sonreír. Para el observador más allá de las mesas cercanas, casi oculto entre los estudiantes que asiduamente acudían a consumir en la cafetería sus alimentos, aquella imagen le pareció incluso ridícula, y un algo dentro de él se removió, haciéndole sentir algo parecido a las náuseas. El mohín del desprecio se observó en su rostro bronceado de ojos castaños. Joan no sabía el por qué ella parecía feliz, y sintió que no lo merecía.