Los gritos fueron lo peor de todo. Durante las siete horas que estuvo escondiéndose se vio obligado a escuchar los alaridos de dolor de los muchos compañeros con los que había trabajado. Durante siete horas, se vio obligado a experimentar el horror absoluto de verse a sí mismo, agazapado en una esquina, en uno de los laboratorios de su nave, con nada más que un arma que ni siquiera sabía usar para defenderse de algo que ni siquiera era capaz de comprender.
Fueron horas de terror absoluto, de un miedo constante y profundo por algo que no era capaz de definir, por algo que ni siquiera debería existir. Ni todos los años de experiencia en la exploración espacial pudo haberlo preparado para eso. Pero, en realidad, ¿quién pudo haber estado listo para algo así? ¿Quién pudo haber estado preparado para tener frente a frente a la definición misma de lo antinatural?
Había visto mucho en los más de quince años que se había dedicado a explorar tantos planetas en nombre de la Federación. Vio criaturas sumamente extrañas, y las diseccionó solo para saber cómo es que funcionaban por dentro. En más de una ocasión habías sido testigo de la brutalidad con la que esos seres se podían llegar a defender, el daño que eran capaces de provocar aún en la maquinaría de defensa más resistente, y del dolor que podían infligir sobre aquellos que intentaban contenerlos. Pero, a fin de cuentas, por más raras que podían llegar a ser, por más retorcidas que fueron las formas que la evolución les habían dado, no dejaban de ser simples animales, criaturas vivientes que intentaban sobrevivir en los ambientes hostiles en los que se veían obligados a vivir, haciendo gala de las herramientas que la naturaleza les había otorgado.
Aquello era completamente diferente.
No había lógica detrás de su existencia. Y, sin importar cuánto se especulara, por más que se pensara y por más que se hiciera el experimento mental, no se podía llegar a una conclusión acertada de cuál era el maldito origen de esa blasfemia viviente. Es que simplemente no tenía sentido alguno.
Tanto apéndices, de tantas formas tan diferentes y que a la vez recordaban a tantos animales sumamente familiares. Patas, tentáculos, garras y extremidades que se parecían demasiado a las de invertebrados de deferentes especies, todo pegado a un cuerpo, a una masa completamente amorfa. Bocas, mandíbulas, tenazas y fauces se retorcían, abriéndose y cerrándose al unísono, exhalando un aliento podrido que nadie fue capaz de soportar, ni siquiera con la protección que representaban los trajes que llevaban puestos y que debían aislarlos por completo del exterior.
Era completamente irreal. A pesar de todo, aquella cosa simplemente no podía ser real, no podía existir y no debería jamás haberlo hecho.
Él era un científico, un astro-biólogo veterano que había dedicado una gran parte de su vida a la investigación de todas las formas de vida que se le presentase la oportunidad de estudiar y aún peor, desde hacía ya años, era un experto empleado por el gobierno federal para exactamente esa labor. Sus cuarenta años no habían pasado sin más, y el tiempo que llevaba sirviendo tampoco. Pero eso, aquello, simplemente lo había superado. Bastaron segundos, instantes tan solo, para que todo dentro de su mente fuera revuelto, para que todos los datos, información y experiencia que durante tanto tiempo se había dedicado a ordenar, acumular y parametrar con sumo cuidado en lo más profundo de su conciencia, cayeran en la anarquía absoluta de lo que ahora parecía ser una hombre de esquizofrénicos comportamientos.
Sin embargo, a pesar del terremoto que parecía haber sacudido su cerebro, algo en él aún seguía intacto. Tantos años de dedicación y abnegada disposición al orden no pasaban en balde, y gracias a ello – al menos eso era lo que se creía – una parte de su consciencia, una parte aún lúcida y competente, se mantenía firme ante la locura, el miedo y la desesperación. Como un último bastión, resistiéndose al avance incontenible de las llamas de un averno de absoluta insania. Algo en él aún prevalecía, y ese algo era la única pista que le quedaba a sus rescatadores, para averiguar qué era lo que había pasado con exactitud. ¿Qué era esa cosa? ¿De dónde había venido? ¿Por qué apareció?
Sin embargo, era una labor difícil. No por nada, del mismo modo que los años de experiencia no pasaron en vano, el pavor absoluto por el que había pasado ese pobre diablo no había sido algo que se debía tomar a la ligera. Casi nada, estaría en posición de conmover y alterar de tal manera a un hombre entrenada para encontrar la respuesta a todo en la lógica, en las bases de la realidad que le son medibles y que sabe interpretar muy bien. Algo abrumadoramente espantoso era lo que vio Ronald Domenech, como para terminar encerrado en una sala, atado de pies y manos, para evitar que pudiera hacerse daño a sí mismo.