En Edén estabas en el jardín de Dios.
Dios, del latín «Deus», fue desde el comienzo de la creación la deidad única y suprema de cada una de sus obras. Los ángeles, sin importar su estatus o función, lo adoraban y servían sin flaqueo. Solo algunos veían la realización de sus tareas como retribución de todo lo que él les dio, pero la mayoría asumía que la vida era un regalo tan divino que jamás podría ser retribuido con oro, joyas o favores. La única forma de pago que concebían era servirle libremente, no como devolución.
Vivían para él.
─Espero el instante en el que vuelvas a cantar para mí.
Ella estrechó su hombro con cariño. Deseaba besarle la mejilla como siempre, pero demasiada cercanía desencadenaría los recuerdos de lo que experimentaron y la aparición de carmín en su piel─. Lo haré pronto.
─¿Cuándo?
─A penas vuelva a tener un descanso. ─Eso sería dentro de dos semanas─. Adiós.
Lucifer tensó la mandíbula, pero no hizo manifestación abierta de su molestia. Al contrario de él que iba y venía trayendo noticias, la tarea de Layla era cantar alabanzas a Dios ininterrumpidamente. Por lo general los serafines tenían más tiempo libre para disfrutar del Edén y compartir con los otros siervos del Señor, pero Layla era especial. Su voz desprendía una poderosa paz y una infinita dulzura de la que ni siquiera Dios era ajeno. Él la necesitaba para sobrellevar la presión de manejar el universo. Como consecuencia la atesoraba como una reliquia sagrada y había consagrado a Lucifer, el ángel más capaz para la labor, como su guardián y portador. Layla era la aurora, la luz o la estrella que asociaban a su nombre y apodos: Lucero, Portador de la Aurora, Stella matutina o Véspere. Incluso los que no tenían que ver directamente con ella y la misión que el querubín llevaba sobre los hombros, indirectamente le hacían mención.
Él era un lucero, pero su energía era Layla.
Ella nació para brillar y Lucifer fue creado para protegerla de la oscuridad.
Sin esperar una respuesta de regreso, Layla expandió sus alas, tres pares multicolores que la envolvían como caparazón de oruga para resguardarla del brillo que emitía el Señor, haciendo que Lucifer tuviera que dar dos pasos hacia atrás para no ser golpeado por ellas. Las suyas estaban hechas para la lucha y el vuelo, las de Layla para escudarla y evitarle dolor innecesario. Las dos eran igual de preciosas.
Cuando la vio llegar a su cúpula correspondiente, siguió su ejemplo y voló hacia su lugar junto a los tronos. No era capaz de distinguir su voz cuando se unía al coro celestial y eso lo irritaba como nada, así que eventualmente su paciencia se agotó y se retiró hacia los jardines de flores del Edén. Allí se acostó bajo un árbol y delineó la cicatriz en su piel blanquecina. La razón por la que no estaba con Miguel o siendo el enlace entre las dominaciones y Dios, incluso echándole un ojo a Layla, era que su herida todavía no había sanado y le costaba mantenerse de pie por demasiado tiempo.
Estaba concentrándose en la zona afectada, buscando que su curación fuera más rápida, cuando un fuerte aroma a canela y rosas inundó sus fosas nasales. La voz ronca y femenina no tardó en retumbar contra sus oídos como una caricia dada sin permiso. Podría decirse que en cierta medida se sentía violado y acosado por el ángel del amor, que en un principio fue creada con el propósito de servir al primer hombre, pero cuyas alas le fueron dadas al ser considerada no apta para la misión.
«Demasiado liberal y terca para pertenecer», era la razón.
─Luzbel.
Lucifer soltó un suspiro─. Lilith.
─¿Cómo estás? Estuve presente cuando atravesaste a Raphael con el mango de su propia espada y sin desplegar tus alas. Fue impresionante. ─Posó una mano sobre su muslo─. La gloria que desprendías me emocionó, príncipe de Dios. Eres hermoso sobre todos.
Lucifer, incómodo, trasladó su mano hacia su pecho y la detuvo sobre la herida.
─Imagino que también estuviste presente cuando él me atravesó a mí.
Lilith hizo una mueca─. Sí. Vi cuándo dañó tu perfecta piel.
─Entonces ya sabes qué hacer.
Las mejillas del ángel adquirieron un tono rosado. Ella entendió la orden, pero su orgullo era tal que quería escucharla como una petición─: No, no lo sé, Luzbel. ─Una sonrisa adornó su rostro de pecas y labios hechos para ser adorados─. ¿Me lo pides bien? Nunca nadie, ni siquiera Dios, se molestó en pedirme las cosas por favor. Solo quebrantaban mi espíritu al obligarme a seguir sus peticiones. Por eso estuve a punto de marcharme del Edén desconociendo tu gracia. No sabes lo desdichada que hubiera sido con los hombres sin verte una sola vez.
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Editado: 28.01.2019