Has corrompido tu sabiduría a causa de tu esplendor.
Se dirigió al palacio de la creación después de volver a su gloria habitual, caracterizada por sandalias de oro, túnica blanca y corona de hojas. Durante el vuelo de ida su autoestima incrementó considerablemente: las virtudes, encargadas de hacer seguimiento a distintos personajes, lo miraron con devoción, los principados se arrodillaron ante él y ciertos ángeles se acercaron para darle ofrendas que rechazó con gracia. Aquella muestra de humildad, excusada en que debería ser él quién les recompensara su ausencia, no hizo más que elevarlo en sus corazones. Casi se hallaba en ellos en la misma posición en la que tenían al Señor. «Casi», se repitió al pensar en Layla. Ella siempre amaría a Dios por encima de él.
Siempre él iría primero.
Para Lucifer debería ser igual, pero no concebía la vida sin ella. Llevaba tanto tiempo cuidándola como su ángel guardián, el primero antes de que el sistema fuera aplicado a los humanos, que su existencia se ligó a la suya. Sin Layla no había vida que valiera la pena ser vivida y por eso interpretaba el regalo de Dios de forma diferente. Se sintió un extraño al entrar en el salón y observar a los tronos, serafines y querubines adorar a su creador sin dejarse llevar por distracciones. «Eso que tanto agradecen se convertirá en desgracia cuando se den cuenta de que carece de emoción», se decía a sí mismo para convencerse de que tenía un argumento válido para la desigualdad en sus emociones. Ellos no la conocían, él sí.
La felicidad. El amor dado y recibido. Incluso la rabia. La pasión.
Todo formaba parte de un delicioso equilibrio. Eso era la verdadera vida: caer y levantarse, subir y bajar, gemir y gritar, ganar y perder, luchar y rendirse. Eso era vivir. Tras eones de reflexión, Lilith se lo había confirmado al enseñarle que había sensaciones más allá del amor y el orgullo que Dios les proporcionaba a sus siervos fieles al concretar una misión en nombre de su gloria.
Eso era vivir.
«No puedo esperar por compartir mis enseñanzas con quién más quiero».
─Layla ─murmuró en su delicada oreja tras situarse tras ella en la cúpula.
─Sanctus, sanctus, sanctus... ─siguió cantando sin prestarle la más mínima atención.
Era una de las pocas veces que Lucifer tenía la oportunidad de escucharla durante sus obligaciones, por lo que no insistió y la abrazó por detrás mientras acercaba su propio oído a su barbilla. Ninguno de los ángeles lo vio como algo anormal ya que cuando no estaba sirviendo, Lucifer revoloteaba a su alrededor y le ofrecía su contacto. Pero debieron. Aquél apego sería la condena del cielo. Por otro lado, Layla ni siquiera se inmutó. Cantar le era como respirar. Por más alterada que estuviera, fuera por la presencia del querubín o por otro motivo, seguiría haciéndolo hasta que llegara su turno de ser polvo en el universo.
Vivía para servir.
─Dominus Deus, Sabaoth. Pleni sunt coeli et terra gloria tua. ─Los ojos de Lucifer se llenaron de lágrimas por el impacto de la entonación de su ángel. Dentro de la mente del querubín el canto coral era un solo protagonizado por su amor─. Hosanna in excelsis... Benedictus qui venit in nomine Domini. Hosanna in excelsis.
─Benedictus qui venit in nomine Domini ─la acompañó y los murmureos de los tronos, encargados de dar y llevar información a las dominaciones, callaron por el esplendido fenómeno que la mayoría desconocía y recién descubría.
Lucifer también, cómo no, fue dotado de una hermosa voz.
─Hossana in excelsis.
─Hossana.
─Hossana.
Sellaron el Sanctus con un emotivo abrazo. Aplaudir aún no era considerada una muestra de emoción y más adelante estaría prohibido hacerlo por cualquier muestra de fe, sería considerada una falta de respeto alabar a los hombres cuando el único y verdadero objeto de alabanzas era el Señor, pero los ángeles habrían sucumbido al impulso de manifestar su aprobación y entusiasmo de haber sabido cómo. Lucifer, consciente de la mirada de todos y cada uno en ellos, separó sus alas y apretó más a Layla contra sí. Leyendo la intención del querubín en sus ojos, el serafín se aferró a sus antebrazos y cerró los ojos para no marearse cuando se alzaron miles de pies sobre el mismísimo cielo.
Las estrellas le dieron la bienvenida por los segundos que estuvieron frente a ellas. Layla, emocionada, intentó tomar una en su mano. El tiempo que duraron en el espacio no fue suficiente para cogerla. Eventualmente la gravedad y el temor a perderse en lo desconocido los llevó de regreso al mismo rincón en el que compartieron su primer beso, haciendo que no tuviera más remedio que conformarse con su estela. Lucifer, torpe como cualquier primerizo desarrollando por primera vez cualquier acción, la depositó en el suelo y empezó a desprenderse de la túnica que lo cubría tras asegurarse de que no hubiera nadie observando.
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Editado: 28.01.2019