Helena se despertó, al principio actuó como si estuviera en la gigantesca habitación de su pent house y que todo lo que creyó vivir la noche pasada fue solo un sueño, pero luego de unos segundos reconoció que esas no eran sus sábanas y que esa tampoco era su cama. Cuando le dió otro vistazo a la habitación, reconoció el lugar en el que se encontraba.
—No es cierto...— exclamó Helena incrédula.
Había visto suficiente la vez pasada como para entender que debía salir de allí cuanto antes. No podía entender que planeaba aquel extraño hombre, pero le pareció mejor idea no averiguarlo.
Se precipito hacia la salida de la habitación pero una bandeja de plata con dos vasos de cristal se interpuso en su camino, y cuando subió la mirada, se encontró con esos inolvidables ojos escarlata que parecían inyectados de sangre. Su mirada era penetrante, un rasgo que no le inspiró nada bueno.
—Buenos di...
Antes de que pudiera terminar, Helena lo hizo a un lado y corrió tan rápido como pudo. A sus espaldas escucho el sonido de los vasos quebrándose en mil pedazos, pero no se dio la vuelta en ningún momento. Lo único en lo que pensaba era en escapar y sus piernas actuaban por si solas. Algo irónico la verdad, ya que fue ella quien no sacaba de su cabeza el encuentro pasado con aquel hombre.
—¡Helena, espera!
Cuando llegó a la puerta principal, abrió atropelladamente los dos cerrojos de la decrepita puerta de madera. La luz del amanecer golpeó su rostro y Helena tardó unos segundos en adaptarse a la luz, pero no dejo de correr hasta llegar a un auto clásico y mal tenido. Abrió la puerta del piloto y se sentó en el asiento dispuesta a escapar. Comenzó a buscar las llaves con desesperación pero no encontraba nada.
Su respiración agitada no ayudaba mucho, menos el sudor que le resbalaba por la frente. Aun así, no se detuvo hasta que vio al extraño hombre recostado en el marco de la puerta con algo que relucía en su mano derecha: Las llaves del auto. Las movió sutilmente en el aire y le dedico una mirada seria y tajante a Helena.
—¿Ya terminaste?— preguntó él sin moverse ni un milímetro de su posición.
Helena estrelló su frente contra el volante del coche, haciendo sonar su bocina.
—Gracias— exclamó Helena cuando el desconocido le entrego otra taza con chocolate caliente. Ya estaba sentada en el mueble de la sala, el mismo de la última vez, incluso él también estaba en la misma posición —Y lamento el alboroto.
—Ni lo menciones, la verdad es que no esperaba una reacción diferente— al fin y al cabo la había llevado allí sin su consentimiento, aunque tampoco podía esperar a que despertara para preguntarle.
—Este chocolate no traerá alguna sustancia extraña, ¿Verdad?— preguntó Helena acercando la taza hacia sus labios para darle suaves soplidos.
—No, esta vez no...— Helena dudo por un momento —Créeme, si quisiera matarte, ya lo habría hecho— eso tampoco la tranquilizo mucho, pero sabia que tenía razón —Me gustaría contarte mi historia.
—¿Y para eso me trajiste hasta aquí? Podríamos vernos en un restaurante o algo por el estilo— dijo Helena para luego darle un sorbo a su chocolate.
—No es tan sencillo, no puedo arriesgarme de esa forma. Además, todo esto ha sido improvisado. No se me paso por la cabeza que fueras tu a quien estaban a punto de asaltar.
En ese momento ambos recordaron la inédita imagen de aquel hombre completamente destrozado, pero ninguno quiso mencionar algo al respecto.
—Supongo que esta bien, aunque sigo sin entender por que quieres hacerlo ahora y no cuando te lo ofrecí formalmente— atajó Helena con una ceja alzada.
—Si te soy sincero, yo tampoco lo se...— esa respuesta confundió aun mas a Helena —Pero eres libre de irte si así lo deseas.
Él sabía que lo que estaba haciendo no tenía el menor sentido, pero le gustaba su presencia y Helena sentía algo parecido. Nunca se habían topado con algo tan difícil de explicar, sobretodo Helena, quien cada vez dudaba más de si misma y hasta de sus propias creencias.
Ambos mantenían sus miradas fijas en el otro, ninguno se doblegó.
—Muy bien— Helena suspiró y se acomodó en el sillón —Pero primero, quiero volver a verlo.
—¿Qué cosa?
—Esa facultad tuya que te hace tan especial— aclaró Helena.
Él se levantó y Helena temió por un instante, pero se tranquilizó cuando vio que el hombre de los ojos escarlata se adentró a la cocina y cuando volvió, lo hizo con un cuchillo en su mano. Fue hasta su lugar, pero no se sentó, se quedo de pie y, en un abrir y cerrar de ojos, enterró el cuchillo de cocina en su antebrazo. El cuchillo atravesó el hueso y la punta relució al otro lado.
Helena abrió sus ojos al máximo y él ni siquiera se inmutó a pesar de salpicar inevitablemente sangre sobre toda su ropa y parte del suelo de madera.
Comenzó a mover el cuchillo verticalmente hasta llegar a su codo. Una acción que habría matado a cualquiera en cuestión de segundos por la perdida de sangre, así lo pensó Helena, pero cuando sacó el cuchillo, la herida comenzó a cerrarse de la nada, célula tras célula se iba reconstruyendo lentamente hasta que la herida mortal que antes había allí quedo totalmente curada.
—¿No te duele?— preguntó Helena, arrepintiéndose casi al instante por preguntar algo tan estúpido.
—Si, pero aprendí a soportarlo con el paso del tiempo— se volvió a sentar en el sillón al frente de Helena, ignorando por completo la sangre que manchaba sus prendas.
A Helena le hubiera encantado tener su libreta para anotar todo.
—¿Qué me dices de tu nombre?— Helena ya había dejado la taza de chocolate a la mitad sobre la mesa del centro. Estaba tan atenta que solo quería prestarle atención a sus palabras.
—He tenido muchos, demasiados. La mayoría de las tribus a las que ayudaba creían que era la reencarnación de alguno de sus dioses, otros lo atribuían a la brujería o magia negra y algunos pocos me veían como un héroe... Todas esas definiciones me parecen ridículas. En conclusión, no, no tengo un nombre. Como veras, no mantengo relaciones con muchas personas, así que tampoco es necesario.