El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

28. Aleidón III

Un augurio negro

—Toma tu saco —lancé el saco de las monedas a Dar, que lo atrapó sin mucha dificultad.

«Este anciano es estúpido —pensaba Dar, aquello me enfureció— de ni mierda me sirven las monedas si es que no voy a tener vida».

Fruncí el ceño y me aparté de los pensamientos del convenido hombre, pero sabía que si lo ayudaba me ayudaría también, así funcionaba la lógica de estos hombres.

—¡Hay que embarcarnos! —grité pues el sonido de los invasores era un bullicio muy detestable.

—No puedo, Aleidón.

—¡Daremo! Dime que tu avaricia va a tal punto de poner tus pertenencias por encima de tu vida y juro por Los Diez que voy a conseguir que te parta un rayo de Tronus.

—No puedo abandonar todo por lo que he luchado, mi vivienda.

—Son cosas mundanas Daremo —le extendí el báculo— pronto descubrirás que en los Dioses no necesitas aquello, solo paz.

—Demonios Aleidón, ¿acaso crees que esto es tan fácil? Renunciar tu vida por...

—Renunciar a tu vida para vivir —moví el báculo en el aire y el pescador se aferró con fuerza para levantarse.

—¡¿Qué demonios sucede aquí?! —gritó el coleccionista saliendo de su tienda.

Vi como una flecha se dirigía a gran velocidad a Dar y a mí, lo tiré al suelo para salvarlo y sentí lastima cuando se fue a clavar en el ojo del relleno hombre.

Me puse de pie con Dar y empezamos a correr hacia la zona principal del puerto, a los muelles. Muchos barcos estaban zarpando ya y otros tantos se abarrotaban de gente huyendo de los invasores, pero varios de los marineros no les dejaban entrar sin antes pagar, entonces los civiles estaban entre dos flancos.

En el suelo había una espada liviana, si estaba allí tendría que ser por algo. La levanté y se la di a Dar, me miró extrañado. «Yo no voy a matar, no se ni empuñar un arma».

—Clava la espada en el extremo de la punta —le dije tomando su hombro— solo si es necesario.

Miré hacia la costa este y vi quizás un centenar de barcos, algunos ya anclados y otros llegando recién, en medio de todos se encontraba el más grande de todos, de velas completamente blancas, que en la matanza lucían rojas con un árbol de color negro estampado en ellas.

«Hijos de Roble, ¿qué demonios hacen viniendo por el este? No estábamos en los Puertos Navales Independientes». Miré a Dar y le dije:

—Sube al barco que sea, yo te alcanzaré —hice una pausa para ver los barcos que quedaban, pero solo quedaba uno— sube a ese y paga por Dar y por Aleidón —le di mi saco de monedas— que esperen lo posible.

—No va a cometer ninguna estupidez, espero señor.

Asentí y corrí hacia el medio de la batalla, unos seres que jamás había visto luchaban acompañados de los Hijos de Roble, su aspecto era felino, y eran más altos que cualquier hombre promedio y también más fornidos.

Uno se me acercó y lanzó un tajo con una espada larga, con mi báculo lo bloqueé sin muchos problemas y extrañamente logre desestabilizarlo, entonces giré mi báculo en el aire y le asesté un golpe en la cara que lo dejó inconsciente.

Seguí avanzando y vi como el barco más grande anclaba, de él empezaron a saltar cientos de hombres y seres-felinos.

—¡Por la gloria de nuestro nuevo emperador! —gritaba la mayoría— ¡Frank! ¡Aegis!

Sentí que todo daba una vuelta y mi mundo perdía el sentido, hasta que un golpe me despertó de aquel trance, frente a mí se encontraba un hombre, lo notaba mayor, con ojos celestes como el cielo, llevaba una túnica roja y larga, con ornamentos de oro.

Desenvainó una espada y usé el báculo para bloquear su ataque. Levanté el pie y le pateé, me coloqué detrás dando un giro y cuando estaba pronto a asestar un golpe de gracia en la cabeza uno de los seres-felinos sostuvo mi báculo y lo arrancó de mi mano.

Este era de un pelaje negro entero, su rostro era similar al de una pantera. Era de una altura mayor a todos los que estaban allí, sus ojos eran de un verde puro, llevaba una espada que brillaba de un extraño rojo.

La levanto y antes de que pudiera matarme, grité:

Attrahunt —el báculo voló hacia mi mano y bloqueó el ataque de la espada, el ser realizó más fuerza pero no podía contra la fuerza del bastón.

—Mago —masculló el hombre levantándose— debí imaginarlo.

Lo miré extrañado, no era el estándar de Hijo de Roble que esperaba encontrar. Levantó su espada y cargó contra mí, rápidamente sostuve con una única mano al báculo y la otra la extendí y apunté hacia el hombre diciendo:

—¡Dis!

El hombre salió disparado y finalmente pateé al ser-felino en el abdomen. Desequilibrándolo.

—¡¿Quién eres?! —grité viéndolo desde arriba— ¡¿Por qué los Hijos de Roble están viniendo del este?!




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