El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

41. Maego IV

El Legítimo Ignano

«Jard'Vardot». Se arrugaba mi frente mientras su nombre retumbaba en mi cabeza como los tambores que el volcán escupía, pero aun así con los ojos cerrados me arrastraba hasta su padecimiento. «Es increíble como alguien que recién conoces, pueda desencadenar en ti una soltura y confianza, un entendimiento que no tendrías con nadie», la arena, áspera y seca raspaba las quemaduras que el dragón había propiciado.

Primero introduje la primera mano, y todo el cuerpo se fue arrastrando por sí solo hacia el volcán, unas manos me levantaban justo cuando me iba a abandonar en el fondo de este y al abrir los ojos mi sorpresa fue asombrosa.

—P-pa-dre —dije recuperando el aliento— tú —pasé saliva— habías muerto, esa noche yo morí contigo.

Ver sus ojos, consumidos en el fuego como nunca antes me hicieron recordar mis primeros años, era increíble como mi especie podía hacerlo a diferencia de los hombres o elfos, como mi padre, sin los trozos de carne que ahora colgaban de su piel, cargaba de él por los aires.

El esmeralda de los ojos de mi padre ya no se reflejaba, pero había algo en ellos, ternura y entendimiento, una mirada que simplemente te transmitía tranquilidad y por un momento todos los problemas que allí habían sucedido no importaban, el rostro de mi verde amigo se veía difuminado en mi memoria por largos latigazos de lava y fuego, una cruel magia, de olvidar.

—Me recuerdas —dije sin esperar una respuesta, pero esta fue su sonrisa cadavérica— ¿papá?

El ignano extendió su brazo y yo extendí la mía, pero se negó, el muerto señaló la espada y comprendí sus intenciones.

—Tómala —me aparté de esta— no ha causado más que problemas.

Mi padre frunciendo el ceño me apartó y tomó la espada del filo sin cortarse, causando hendiduras allí donde colocaba su mano, la levantó derritiendo extrañamente parte de la negra y lisa roca de la espada y el puñal me señaló a mí incitando a que lo coja. Mi padre asintió.

Apreté el puñal de la espada y sentí la energía de mi padre nuevamente y su voz en mi cabeza retumbó.

Legítimo Ignano, hijo mío —hablaba su voz pasada— encontramos una forma de no morir en los volcanes, de perdurar como lo hacían los Ancianos Espíritus de los primeros ignanos, pero es un gran tormento por lo que entiendo y deberás buscar al fénix para liberar nuestra maldición —sus ojos del color de la lava me observaban expectantes— quiero volver a abrazarte. Por favor —escuché en mi cabeza, de una voz pútrida— extraño abrazarte.

El ignano que era mi padre soltó el filo de la espada y se acuclilló en el borde de la elevación para observar todo, me acerqué y a su lado observé como todo había cambiado hasta entonces «¿Cuándo la ciudad se volvió tan blanca?».

Noté como las comisuras de padre se distorsionaban en una mueca similar a una sonrisa y dándome una palmada en la espalda señaló la ciudad. Se apartó de mi posición y anduvo en silencio hasta la boca del volcán en donde se encontraba el resto del pueblo ignano brotando como la lava.

El cuerpo cansado de mi padre alzó las manos con una gran firmeza, la lava de la boca del volcán se elevó y trasformándose en humo se posó en los cuerpos desnudos de todos los ignanos, incluyéndome.

La mayoría de ellos llevaban una ligera túnica de color guinda, con algunos ornamentos de oro y otros de rojo vivo, mi vestimenta era de algo similar al cuero, de un color similar al marrón rojizo, no llevaba mangas. Padre me miro un momento y con un agitar de la mano creo en mi espalda una vaina, donde la espada reposó plácidamente sin quemarla.

Entonces estaba dicho, era yo el Legítimo, era mi fuerza la reconoce y yo llevaría el equilibrio a las creaciones de Fénix y Kerit, pronto seríamos iguales.

Pero hicieron sufrir y lamentablemente el rencor siempre cala en la conciencia de la gente, en sus pensamientos y sentimientos, aunque seamos completamente iguales las sociedades no dejan de crear las brechas de violencia; y yo tampoco pararía.

Recordé las vagas palabras de Jard. «Soy de los pocos no esclavos». Apreté los puños. «Malditos aquellos que nos privan de nuestra tan preciada libertad». Y fueron ellos... gurianos que padecerían bajo la espada que Igno me había obsequiado. Ahora bajaría.

Y los tambores estarían conmigo.

***

Y bajamos en menos de un día, el descenso con las cómodas ropas aligeraba todo, además debido a la inclinación del volcán bajar fue todo menos un reto pues deslizarnos era nuestro modo.

Y una vez más estaba frente a los muros traseros y blancos de la Ciudad de Igno. Hombres y gurianos reían en ese día soleado y no se percataban de la muchedumbre que bajaba del volcán. Miles de ignanos a espaldas de un "forastero".

Me lo pagarían estos malditos.




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