Recuperé la consciencia.
No me sentía rígida y aturdida como la vez que desperté en la camilla ¿Habría sido un sueño? ¿Qué carajos me había pasado?
Me pellizqué, me retorcí el brazo e incluso, jalé algunos mechones de cabello, y descubrí que realmente estaba despierta. Con los pies bien puestos sobre la tierra.
Observé mi ropa: aún llevaba el jean, la camisa a cuadros, el pelo castaño claro enmarañado… Sin embargo, tenía un extraño brazalete grueso, dorado, con palabras escritas en otro idioma. Parecía que me lo hubiesen pegado a la muñeca, ya que no había forma de quitármelo.
Sentí mucho miedo ¿Sería una cámara oculta? ¿Un localizador? ¿Una especie de GPS? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Tendría que ver con el asunto de la “hija número quinientos”? ¿Aquellos extraños de blanco me habían puesto a prueba? ¿Qué era la Cabina de la Diversión? ¿Por qué habían dicho que se harían millonarios?
A pesar de que me sentía increíblemente confundida, me puse de pie y miré a mi alrededor.
Esperen ¿Estaba un zoológico?
Se trataba de un lugar enorme, lleno de animales exóticos: gorilas, tigres, pumas, tucanes, osos, delfines, etcétera. Incluso había un acuario. Todas las especies estaban encerradas detrás de enormes barrotes de hierro.
Me ponía muy triste ver a tantas criaturas en cautiverio. Había visto un documental, en casa de tío Pedro, junto a papá, sobre lo infelices que eran los delfines sin libertad. Noté que esos animalitos y yo teníamos mucho en común, y tuve que contener las lágrimas.
Necesitaba investigar para salir de allí. No entendía qué pasaba, pero necesitaba volver a ver a papá.
Empecé a caminar por el sendero. Había mucha gente tomándose fotografías, y disfrutando de los animales (lo cual no me causaba gracia). Decidí acercarme para ver si averiguaba mi paradero, deteniéndome frente a la jaula de los tigres de bengala.
Las personas no paraban de tomarles fotografías. Ellos se limitaban a recostarse sobre sus patas delanteras, cabizbajos.
Sentí una pena horrible ¡Pobres animales! ¡Tendría que hacer algo por ellos!
Miré con atención a las personas: eran delgaditos, esbeltos y de cabello oscuro.
Asiáticos.
¿Cómo iba a comunicarme con ellos? ¿Alguno hablaría en español? Necesitaba comunicarme con alguien para buscar respuestas.
—Buenas tardes —saludé a una pareja—. Quisiera saber qué sitio es éste, y si ustedes podrían ayudarme…
—We don’t speak Spanish —respondió la mujer.
No sabía mucho de inglés, pero algo me habían enseñado en el colegio, y había entendido: “No hablamos español”.
Me detuve un segundo ¿Cómo podría preguntarles dónde estábamos?
—Where… Where are we? —recordé que así se formulaba el interrogante.
—In Malaysia.
¿Y en qué parte de Asia quedaba ese lugar? ¡Estaba extremadamente perdida! ¿Cómo haría para regresar a casa? ¿Ellos podrían ayudarme?
Sin embargo, la pareja no me dejó hacerle más preguntas. Se marcharon ni bien confesaron que estaban en Malasia.
Traté de no desesperarme. Necesitaba pensar racionalmente ¿Cómo podía hacer para volver a casa? ¡No tenía un centavo encima!
Entre el calor y mis nervios, empecé a sudar como si hubiese estado entrenando por horas.
Como el zoológico era un sitio enorme y lujoso, había muchos cuidadores. Intenté comunicarme con cada uno de ellos ¡Ninguno sabía hablar en español! Parecía una especie de pesadilla hecha realidad.
Mientras daba vueltas, buscando a alguien que pudiera comunicarse conmigo, pensaba: ¿Cómo podía ser que estuviera en Asia? ¿Qué día sería? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Con qué intenciones estarían utilizándome? ¿Qué querrían de mí? ¿Para qué serviría el brazalete? ¿A qué se referían con lo de “la hija número quinientos”?
Sentía tanta rabia y miedo al estar allí, que pronto estallaría.
Me senté en un banco y apoyé mi cabeza sobre ambas manos, frotándome las sienes.
Pensá, Abril. Pensá.
—Mierda, mierda ¡Mierda! —sollocé.
Estaba perdida en un puto zoológico. No sabía dónde se hallaba la salida y mucho menos cómo volver a mi país. Tampoco podía quitarme esa estúpida pulsera dorada.
—¿Por qué decís eso? —inquirió una voz mecánica.
Di un respingo. Volteé, y era una mujer asiática. Tenía el cabello negro largo hasta la cintura y el uniforme de guardaparques.
Apreté los labios, sin saber bien qué responder.
—No te preocupes, jovencita —apoyó su pequeña mano sobre mi hombro, provocándome escalofríos—. Sé dónde podés hallar una respuesta.
—¿De verdad? —se me llenaron los ojos de lágrimas—. Muchas gracias por su ayuda. Estoy perdida y…
—Tranquila —me interrumpió—. Mi nombre es Ika, y voy a ser tu guía.