Por eso no me atacaban los hijos de puta. Esperaban que muriéramos por nuestra propia cuenta.
—No somos hijos de puta —bufó uno de los peluches maquiavélicos—. No puedo creer que una jovencita use ese vocabulario.
—¡Váyanse a la mierda! —grité, y a pesar de lo débil que me encontraba y de cuánto me ardía el brazo y la pierna, alcé mi pulsera y apunté a la parte superior del tubo.
Los Mocasines me leyeron la mente y de pronto, perdieron la tranquilidad.
—¡Deténganla!
Esa orden me dio certeza de que estaba haciendo lo correcto.
—¡Ataque! —un rayo de luz súper caliente brotó de mi brazo, estrellándose contra el tubo de cristal y haciéndolo desaparecer automáticamente.
Pronto, Ariel cayó al suelo en cuclillas, debilitado por el gas tóxico que había inhalado.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Pronto, caí de rodillas junto a él. Me dolía demasiado la pierna.
—Protección —balbuceó Ariel, y me colocó detrás de su escudo de plata—. Me falta el aire, pero vos estás desangrándote… —tosió otra vez.
En ese momento, los Mocasines estaban rodeándonos. Nos apuntaban con sus revólveres y algunos de ellos se hallaban frente a los ordenadores.
La puta madre, le tenía miedo a un montón de peluches asesinos.
—¡A la carga! —exclamó el líder de los Mocasines.
Y en ese momento, unos diez seres felpudos se abalanzaron sobre nosotros.
—¡Ataque!
—¡Arma!
Nuestra combinación logró lastimar a la mayoría de nuestros enemigos, quienes fueron derribados de un golpe.
Ahora se encontraban en el suelo, gimoteando de dolor.
Ariel pasó mi brazo por su hombro y me ayudó a levantarme.
—¿Estás…? —no pude terminar la pregunta. La pierna me dolía demasiado.
—Sí, vámonos antes de que recuperen energía.
Nos echamos a andar.
—¡Atrápenlos!
Unos disparos nos obligaron a arrinconarnos contra una de las paredes iridiscentes. Sin querer, rocé la misma con mi anillo…
Y un pasadizo se abrió de repente.
Sin dudas, la sortija de la reina Mía Preciosa era una llave universal.
Ariel aprovechó el momento para volver a pasar mi brazo por sus hombros y ayudarme a andar. Con su brazalete, creó un escudo de plata que nos protegía de los disparos de los Mocasines e ingresamos al pasillo.
Los muñecos asesinos nos siguieron a través de ese túnel oscuro. Podíamos oír los impactos de bala contra el escudo de Ariel.
—Me siento… débil —balbuceé. Me sudaba el cuerpo y sentía que estaba a punto de desmayarme.
—Resistí hasta que aparezca la Puerta Dorada. No podés perder otra vida.
Al final del pasadizo, aparecimos en una habitación… junto con los Mocasines que nos habían seguido.
Nos encontrábamos en una sala cuya pared estaba decorada con empapelado multicolor. Había una gran cantidad de osos de felpa, muñecos sin cabeza y almohadas desplumadas decorando unos estantes de madera. El suelo estaba cubierto por una alfombra bordó de terciopelo y el aire olía a rosas.
Mi sangre manchó el tapete.
—No hay una Puerta Dorada en este puto lugar… —balbuceé, sintiéndome afiebrada—. Voy a morir…
—No morirás. Te lo prometo.
Pronto, entre los osos de peluche, aparecieron un par de Mocasines. Tenían el rostro sucio, y sus ojos eran negro azabache.
¿Estaban muertos?
Tragué saliva. Este sitio era de terror.
—Vámonos —apreté a Ariel del brazo—. Nos queda poco tiempo. No quiero que pierdas tu última vida…
Antes de que nosotros pudiéramos movernos, unas manos de felpa surgieron desde el suelo como si fueran raíces, y nos tomaron de los tobillos. Eran suaves y punzantes al mismo tiempo. No pude evitar soltar un grito.
—¡Arma! —exclamó Ariel, pero no pudo liberarnos.
Y yo me encontraba demasiado débil para generar otro ataque.
Las manos de peluche nos apretaban con tanta fuerza, que sentí que pronto iban a cortarme la circulación.
—No doy más… —caí de rodillas. Ahora mi sangre decoraba gran parte del tapete.
Iba a morir otra vez.
Ellos sólo se rieron de mi estado desesperado.
Si tenía “barra de energía”, debía de estar roja como un tomate. No daba más.
Apenas podía respirar del dolor.
—¡Arma! —justo cuando Ariel intentó liberarnos una vez más, dos personas ingresaron a la habitación.
Nicole y Jacinto se habían robado las armas de los Mocasines. Les dispararon unos rayos de color magenta que los prendió fuego de inmediato. Su grito de agonía me provocó arcadas.