Carlos regresa a su casa de inmediato, saluda a sus niños y sin esperar mucho se abre camino al comedor con ellos en sus brazos para pasar a comer. Este día Carlos salía algo tarde de la universidad, pero sus hijos preferían esperarle, a comer sin él. Pasaría un rato con ellos y luego se despediría para ir a la iglesia, igual que siempre su madre lo apoyaría cuidando de ellos. A su familia le gustaría acompañarlo en este día tan trágico para él, pero era un día laboral y alguien debía hacerse cargo de la tienda.
Después de comer los pequeños lo tomaron de las manos para arrastrarlo a su recamara, en donde ellos ya habían instalado todo un montaje citadino, con edificios que construyeron usando bloques de colores, cuidando usar un solo color en cada edificio para que se viera lo más real posible. Instalando una base de policía, y un hospital, colocando una patrulla y una ambulancia afuera de estos. Carlos estaba más que dispuesto en volver a actuar como niño y unírseles en la diversión.
Un pequeño se colocó una pequeña bata y un estetoscopio de juguete para simular ser un paramédico, mientras Cédric por en cambio, se alistó con un chaleco y una gorra de policía, y poniendo a su padre como un herido que había sufrido de un accidente. Edward bajó corriendo a la cocina y tomo un frasco de mermelada de fresa y regresó corriendo a la escena del accidente. Carlos se tiró en el piso y dejó que sus pequeños profesionales hicieran su trabajo. Le colocaron un tanto en la frente, en su rostro algo regada, le levantaron un poco la camisa y depositaron otra tanta ahí, Carlos era demasiado cosquilludo en esa zona, por supervivencia de la escena, trataba de no hacérselos saber mucho. Sabía que para cuando esto terminara tendría que tomar un baño, pues sus hijos habrían de dejarlo embarrado de mermelada por todas partes.
La mamá de Carlos pasó un momento por la recamara de los niños, pero estos le impidieron la entrada, alegando que acababa de tomar lugar un accidente y no se podía pasar. Carlos observó a su mamá, alzando su mirada desde el suelo, le sonrío y ella le correspondió gustosamente, cuando pasaba tiempo con sus hijos es cuando realmente se le podía ver feliz, extremadamente feliz, por eso siempre que estaba con ellos, subía para observarlo. Su madre terminó despidiéndose por una orden de los niños al pedirle que buscara una ruta alterna.
Luego de que el accidentado llegó al hospital para recibir atención, Carlos se puso de pie para alzarlos en brazos y hacerlos girar en el aire, de uno por uno, ya que no podía con ambos al mismo tiempo. Los niños terminaron rendidos y al estar reposando un poco sobre su cama junto a su padre, Carlos fue sintiendo que se quedaban dormidos. Los acomodó en la cama, limpió su sudor con un par de toallas húmedas, besó sus frentes y acaricio sus rostros con ternura para luego despedirse, cerrar la puerta de su recamara con sumo cuidado y dirigirse a la suya para alistarse.
Bajó de su recamara con el tiempo contado para alcanzar llegar a la misa. Su madre le aguardaba en la sala, le despidió y Carlos salió sin antes pedirle una vez más el que le cuidara a sus hijos en lo que él volvía.
Conducía y mientras más se iba acercando, más se decaía su expresión. Con sus manos en el volante, de vez en cuando sus dedos tocaban el anillo de matrimonio que descansaba en su dedo anular, y a él venía el recuerdo de cuando fue puesto, como un acto de disco rayado. Carlos no se había retirado el anillo desde aquel entonces, lo llevaba siempre consigo, como una muestra de que aún seguía perteneciendo a una persona.
Arriba en la parroquia y estaciona su auto en el gran espacio para estacionamiento del que dispone, es un santuario muy grande a decir verdad. Baja de su coche y camina para ascender lo quince escalones aproximadamente que hay en ella. A la mitad de ellos, hay una mujer de avanzada edad, sentada, con sus piernas juntas, vistiendo con faldas y cubriendo su cabeza con un delgado rebozo. Sostiene un traste en sus manos. Carlos se acerca y deposita un billete de doscientos pesos en él.
—Dios te lo pague hijo —le responde la mujer, muy agradecida. Carlos se agacha y toma una de sus manos entre las suyas.
—Cuídese mucho señora —le dice y le sonríe gentilmente. Suelta su mano y continúa su paso. Divisa a la familia de su difunta esposa en la entrada de la grande e inmensa iglesia.
—Hola hijo —apenas llega, su suegra se acerca a abrazarlo. Carlos acepta el abrazo de forma gustosa. —Feliz cumpleaños —Carlos haya preferido que no mencionara eso
—Gracias —responde sin emoción
— ¿Cómo están los niños? —le pregunta con una sonrisa amena
—Bien, bien señora Sofía, quedaron exhaustos y dormidos antes de venirme. —logra sonreír después de todo. —Quieren verlos —añade rápido—Melissa nomás los vio un rato y me los alebrestó —se gira a ella
—Llevaba prisa —se defiende ella al instante—pero podemos pasar un rato a verlos después de la misa —sugiere sonriente
—Sí, lo mismo iba a sugerir. —se suma su madre.
La señora Sofía era una mujer de uno sesenta de estatura, complexión meramente delgada, piel blanca, con esos ojos verdes que su hermosa hija Isabel había heredado, cabello negro, lacio y largo. Vestía de negro, al igual que los demás, incluido Carlos.
—Buenas tardes hijo. —llega y lo saluda su querido suegro. Un hombre de cuarenta y siete años, con una cabellera grisácea, rostro triangular, alto, delgado hasta cierto punto, piel morena clara y de barba cerrada.