El paso del tiempo no trajo alivio para Daniel; al contrario, las garras de Valeria se apretaban cada vez más a su alrededor, como una serpiente constrictora que se cierra en torno a su presa.
Cada día era una batalla silenciosa contra la opresión que sentía, un tira y afloja constante con una sombra que nunca se apartaba de su lado. Valeria se había convertido en su sombra, una presencia omnipresente que drenaba su energía y su voluntad.
El amanecer, que solía ser una promesa de nuevos comienzos, ahora solo traía consigo la certeza de que Valeria lo encontraría, sin importar a dónde fuera. Sus mañanas comenzaban con un torrente de mensajes y llamadas de Valeria, su voz suave pero demandante, llena de preguntas intrusivas que erosionaban poco a poco su paz mental.
—¿Dónde estás? ¿Con quién estás? —susurraba Valeria al otro lado del teléfono, su tono dulce envenenado con una urgencia posesiva — Necesito verte, Daniel. No puedo estar sin ti.
Daniel sentía cómo su corazón se encogía con cada palabra, su alma atada con hilos invisibles que se tensaban con cada llamada. Su mente estaba atrapada en una maraña de ansiedad y desesperación, como un pájaro enredado en una red, incapaz de volar libremente.
Una mañana, mientras intentaba disfrutar de un café en la esquina de su cafetería favorita, la puerta se abrió y allí estaba Valeria, deslizándose hacia él con la gracia de un depredador acechando a su presa. Sus ojos claros se clavaron en él, brillando con una intensidad que le helaba la sangre.
—Buenos días, Daniel. Qué coincidencia encontrarte aquí —dijo, aunque en su voz había un tono de certeza que indicaba lo contrario.
Daniel, tratando de mantener la calma, asintió lentamente.
—Sí, qué coincidencia. ¿Cómo estás, Valeria?
—Mejor ahora que estoy contigo —respondió ella, sus ojos brillando con una intensidad inquietante—. No puedo dejar de pensar en ti, Daniel. Eres todo lo que quiero y necesito.
Las palabras de Valeria eran como cadenas invisibles que se apretaban alrededor de Daniel, restringiendo su libertad y llenándolo de una sensación de desesperanza.
Cada día, las garras de Valeria se apretaban más alrededor de su corazón, hasta que apenas podía respirar sin su permiso. La sensación de estar atrapado se volvía cada vez más insoportable, como un nudo que se estrechaba con cada movimiento.
Mientras Valeria hablaba, Daniel sentía cómo el peso de su control se hacía cada vez más palpable. Sus ojos, aquellos pozos sin fondo, lo escrutaban con una intensidad que parecía devorar su alma. Cada palabra de ella era un veneno dulce que se deslizaba lentamente por sus venas, paralizándolo.
—Tienes que entender, Daniel —decía Valeria, su voz un susurro seductor—. Lo nuestro es especial. Nadie más puede darte lo que yo te doy.
En su mente, Daniel comparaba su situación con la de un barco atrapado en una tormenta perpetua, sus velas desgarradas y su timón fuera de control. Cada intento de escapar solo lo arrastraba más profundamente en el ojo del huracán, donde la calma aparente ocultaba un caos devastador.
Las noches eran las peores. Valeria comenzó a presentarse en su casa sin previo aviso, como un fantasma que atravesaba las paredes de su privacidad. Sus visitas eran inesperadas y siempre acompañadas de una mezcla de lágrimas y amenazas veladas.
—No puedo vivir sin ti, Daniel —lloraba Valeria, sus ojos llenos de una desesperación que lo desconcertaba y asustaba a partes iguales—. Si me dejas, no sé qué haré. No puedo soportar la idea de perderte.
Daniel sentía un nudo en el estómago cada vez que la veía así, sus emociones una tormenta de compasión y temor. Sabía que Valeria estaba peligrosamente cerca de un precipicio, y cualquier intento de alejarse podría empujarla al borde.
Las garras de Valeria no se limitaban solo a su tiempo y su espacio personal. Pronto, empezó a controlar cada aspecto de su vida. Le enviaba mensajes constantes, exigiendo saber dónde estaba y con quién.
Si él no respondía de inmediato, las llamadas comenzaban a llegar, una tras otra, hasta que contestaba. Daniel, asustado y confundido, empezó a aislarse de sus amigos y familiares, intentando evitar cualquier conflicto con Valeria.
Una tarde, mientras intentaba disfrutar de un paseo solitario por el parque, sintió una presencia familiar detrás de él. Girándose, encontró a Valeria, su figura elegante recortada contra la luz del atardecer, su sonrisa tan deslumbrante como perturbadora.
—Te encontré —dijo Valeria, acercándose con pasos ligeros—. No me digas que pensabas escaparte de mí, Daniel.
Daniel sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. Era como si Valeria tuviera un sexto sentido que le permitía rastrear cada uno de sus movimientos. Su vida se había convertido en un juego macabro del gato y el ratón, con Valeria siempre un paso por delante.
—Valeria, necesito espacio —intentó decir Daniel, su voz temblando con una mezcla de desesperación y determinación—. No puedo seguir así. Necesito tiempo para mí mismo.
Valeria lo miró con una mezcla de incredulidad y furia, sus ojos brillando con una intensidad peligrosa.
—¿Espacio? —repitió, su voz llena de veneno—. ¿Para qué? ¿Para encontrar a alguien más? ¡No puedes dejarme, Daniel! ¡No lo permitiré!
El miedo que sentía Daniel se transformó en una sensación de desesperanza. No sabía cómo liberarse de Valeria sin provocarla más. Cada día se convertía en una lucha por mantener una apariencia de normalidad mientras su vida se desmoronaba en privado.
El comportamiento de Valeria se volvió cada vez más errático. Daniel comenzó a notar cómo su vida se reducía a complacencias para evitar la ira de Valeria. Los celos enfermizos de ella se desataban ante la más mínima interacción de Daniel con otras personas, especialmente con mujeres. Sus estallidos de rabia eran impredecibles y aterradores.
Una noche, mientras Daniel intentaba relajarse en la tranquilidad de su hogar, el timbre de su puerta resonó como un trueno. Al abrir, encontró a Valeria, sus ojos brillando con una mezcla de dolor y rabia.