El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XIX: La Sangre del Primer Ángel

La guerra era un concepto ajeno a los cielos de Elyssar. Hasta ese momento.

Seraphiel sintió el disturbio antes de verlo. Las estrellas titilaban con un ritmo irregular, como corazones asustados. La luz que fluía entre los pilares sagrados palidecía, y en los coros celestiales, algunas voces comenzaban a desafinar. Algo se había roto. Algo que nunca debió romperse.

Y en el centro de esa perturbación, estaba él.

Orisiel.

El ángel que alguna vez había guiado legiones de luz ahora esperaba en el Gran Atrio de los Espejos Celestiales, donde cada reflejo mostraba una realidad distinta, un mundo que el Creador había bendecido. Pero el Orisiel que Seraphiel encontró ya no era el hermano que conocía.

—Seraphiel… hermano —susurró Orisiel, y por un instante, su voz sonó como antes, cálida y familiar. Pero sus ojos ardían con algo que no pertenecía a Elyssar. Algo que jamás debió existir en un ángel.

Seraphiel no necesitó buscar más allá de las palabras. La sombra había consumido a Orisiel por completo. No quedaba rastro del ángel que había sido, solo una carcasa vacía, un eco distorsionado de lo que alguna vez fue.

—Has venido —dijo Seraphiel, con una tristeza que pesaba más que mil mundos—. Pero tú no eres mi hermano. ¿Qué le hiciste?

Orisiel sonrió, y en esa sonrisa había una crueldad que jamás hubiera podido existir en él antes.

—Nada que él no quisiera. A diferencia de vuestro Creador, le di la verdad que tanto buscaba.

Seraphiel cerró los ojos por un instante. Recordó a Orisiel en Eldoria, la duda en sus ojos, la semilla que él no supo arrancar a tiempo.

—Ya no queda nada de él en ti —dijo al fin—. Solo su apariencia, pero no su esencia. No pude detenerte entonces, y aunque esa culpa me ha corroído, no he caído en tu juego.

La sombra dentro de Orisiel rio produciendo un sonido que resonó como el crujir de huesos en el silencio.

—No lo necesité. Para ti, Seraphiel, tengo un destino especial.

El Guardián del Equilibrio entendió. Bajó las manos, no en rendición, sino en aceptación.

—Ya es muy tarde para detenerte —admitió—. Pero no importa lo que hagas, no lograrás tus objetivos.

Orisiel se inclinó ligeramente, como si concediera una última cortesía antes del final.

—Si no pudiste detenerme en Eldoria, mucho menos lo harás ahora. Y, lamentablemente para ti, ya he cumplido con uno de mis objetivos. El resto… —su sonrisa se ensanchó, mostrando algo que ya no era divino— …llegará pronto. Pero por suerte, no estarás aquí para verlo.

Y entonces atacó.

El ataque llegó sin advertencia. Orisiel se movió con una velocidad que desafió las leyes de la creación, su forma ya no era la del ángel que Seraphiel recordaba, sino una silueta distorsionada envuelta en torbellinos de oscuridad viva. La sombra se retorcía alrededor de su cuerpo como un manto de pesadilla, esculpiendo garras afiladas donde antes había manos de luz.

Seraphiel vio venir el golpe. Podría haber esquivado. Podría haber luchado. Pero en lo más profundo de su ser, donde aún latía la esperanza imposible, creyó - necesitó creer - que algo de su hermano permanecía allí. Que aún podía ser salvado.

Las garras negras atravesaron su pecho con precisión cruel, desgarrando el lugar sagrado donde el Creador había grabado su marca de amor al forjarlos. Un dolor como ningún ángel había conocido antes lo atravesó, no solo físico, sino existencial.

Entonces ocurrió lo que ningún ser celestial había presenciado jamás: un ángel murió.

La luz de Seraphiel estalló en un cataclismo de pureza, iluminando Elyssar con un resplandor que rivalizó con la primera alba de la creación. Orisiel retrocedió, su forma corrompida chisporroteaba ante la radiación sagrada, sintiendo por primera vez desde su caída algo parecido al dolor provocado por la energía divina que se liberó por el impacto.

—Hermanos... —fue el último susurro de Seraphiel, cayendo de rodillas mientras su cuerpo comenzaba a desintegrarse. Sus alas, otrora blancas como la nieve primordial, se convirtieron en cenizas que flotaban en el aire inmóvil. Sus ojos, que habían contemplado el nacimiento de constelaciones, perdieron su brillo por última vez.

—Él aún... los... ama...

Las palabras finales flotaron en el aire como una bendición maldita, mientras el cuerpo de Seraphiel se desvanecía en partículas luminosas que danzaron un momento antes de extinguirse para siempre. Donde había estado el Guardián del Equilibrio, solo quedó un vacío perfecto, un silencio que gritaba más fuerte que cualquier tormenta cósmica.

El Atrio de los Espejos Celestiales tembló como un animal herido. Los reflejos infinitos se quebraron en mil pedazos, mostrando realidades alternas donde el mismo horror se repetía. Los ángeles que aún permanecían leales a la luz se petrificaron, no por miedo, sino por el peso inconcebible de lo que acababan de presenciar: un ángel había matado a otro ángel.

Pero los caídos gritaron.

Un coro de voces distorsionadas estalló en júbilo, celebrando la primera sangre derramada en los cielos inmaculados. No había vuelta atrás. El equilibrio se había roto.

Entonces, el universo contuvo el aliento.

Una voz resonó desde más allá de los cielos, desde más allá de la existencia misma. No era sonido, sino verdad hecha vibración. La voz del Dios Absoluto pronunció un solo nombre:

—Orisiel.

El traidor alzó la vista, y por primera vez desde su caída, sintió algo parecido al temor. No había figura, ni forma, ni trono ante él. Solo Presencia, pura e infinita, envolviéndolo como un huracán de estrellas.

—Les di el don del albedrío —dijo el Creador, y cada palabra era un universo naciendo y muriendo—.

Orisiel rio causando un sonido que hizo sangrar los oídos de los ángeles más débiles.

—Y yo les enseñé a elegir —respondió, mostrando los dientes en una sonrisa que ya no era de victoria, sino de desafío absoluto.




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