Mientras el sol comenzaba a alzarse por encima del horizonte, tiñendo de oro los picos más altos, el barco en el que viajaba Kyle avanzaba con lentitud sobre las aguas tranquilas del desierto. A lo lejos, como una grieta oscura tallada en piedra viva, se divisaba por fin la apertura entre las montañas: dos muros de roca verticales y rugosos que se alzaban a ambos lados como gigantes dormidos, apenas separados lo suficiente para que una embarcación de ese tamaño pudiera pasar.
—¡Ahí está! —gritó un vigía desde la cofa, señalando la estrecha abertura.
Kyle se adelantó hasta la proa, sujetándose del mástil mientras sentía cómo el aire cambiaba. La brisa traía olor a vegetación, a agua dulce, y a tierra viva. El final del desierto estaba cerca.
—¡Abran las velas de babor solo a media asta! —ordenó el capitán, un madfall curtido por años en el mar. Su voz era grave, pero clara como el acero.
—¡A la orden! —respondieron dos marineros que comenzaron a maniobrar con agilidad por los mástiles.
—¡Timón a estribor, dos grados! ¡No más! —dijo con firmeza, observando el estrecho pasaje—. Si nos desviamos medio metro, reventamos el casco.
El timonel, con el ceño fruncido y las manos firmes sobre la rueda, obedeció sin rechistar.
—¡Preparad los remos de popa! ¡Quiero control total cuando entremos!
El sonido de sogas tensándose y velas plegándose inundó la cubierta. La tripulación entera se movía como una sola entidad, entrenada para responder en condiciones extremas. El capitán bajó por las escaleras hasta situarse junto al timonel y sacó una vieja carta náutica, doblada y manchada de sal.
—Este paso fue trazado hace más de un siglo. Nadie lo ha cruzado con un barco de este tamaño. No cometeremos errores ahora.
Kyle se giró hacia él.
—¿Está seguros de que cabemos?
—No. Pero si no lo intentamos, esta ciudad no tendrá un lugar al que llegar.
La proa se alineó finalmente con el estrecho. Las montañas a ambos lados se alzaban tan cerca que los marineros podían ver las vetas de minerales en la roca, y las sombras se cernían como fauces abiertas. El barco se adentró en el paso con lentitud reverente, cada crujido de la madera resonando entre los acantilados como un trueno lejano.
—¡Todos quietos! ¡Remos de popa, girad un punto! —ordenó el capitán, mientras el timonel ajustaba el curso—. ¡No quiero rozar ni una piedra!
Un roce sordo sonó desde la parte baja del casco. Todos se tensaron.
—¡Solo una leve sacudida! ¡Sigan! —exclamó el primer oficial, que se encontraba en la cubierta superior con un catalejo.
Los minutos pasaron como si fueran horas. Cada metro era una danza entre madera y piedra, entre viento y agua. Las velas ondeaban apenas, tensas, como conteniendo la respiración.
Y entonces, frente a ellos, se abría un valle oculto, una joya protegida por la naturaleza. El agua se expandía en una tranquila laguna cristalina abrazada por altas montañas que la mantenían a salvo del viento del exterior. Al otro extremo, más allá de los reflejos verdes del bosque en el agua, se divisaba una abertura de tierra que conectaba con los caminos del Reino Pendragon. En el centro exacto del claro, un árbol gigantesco se alzaba como un guardián milenario. Su tronco era tan ancho como el propio barco y sus ramas, pobladas de un follaje espeso, se extendían hacia el cielo con una solemnidad ancestral. Era el Gran Árbol, el que rendía homenaje a Draig Goch, y bajo su sombra comenzaría una nueva etapa para los Madfall.
—¡Por los cielos… —murmuró uno de los marineros—. Lo hemos logrado.
El capitán soltó una breve carcajada aliviada, pero sin perder la compostura.
—Soltad anclas. Este es nuestro puerto, al menos por ahora.
Kyle no dijo nada, pero en su pecho algo se agitaba. Habían cruzado. Habían llegado. Ahora empezaba lo más difícil: construir un hogar.
Observó en silencio durante unos segundos, admirado por la belleza del lugar. Los demás barcos que venían detrás comenzaron a rodearlo lentamente, alineándose en la laguna natural. Varios miembros de la guardia madfall y del ejército Pendragon esperaban en la orilla, ondeando estandartes del reino para guiar el atraque.
Kyle descendió por la pasarela de madera que crujía bajo sus botas y se acercó al capitán del barco, un hombre de barba poblada y gesto severo, así como al general de la guardia madfall, cuya armadura escamada relucía bajo el sol filtrado por las hojas.
—Aquí estamos —dijo Kyle, con voz firme pero cargada de responsabilidad—. Hemos llegado al Claro de Draig Goch. Al otro lado del sendero de tierra ya hay soldados del reino preparados para recibir a los ciudadanos.
El capitán asintió, mientras el general madfall entrecerró los ojos observando el paisaje.
—¿Están seguros de que cabremos todos aquí? —preguntó el general, aún con un dejo de desconfianza.
—Sí —respondió Kyle, señalando el terreno—. Nuestros exploradores han delimitado zonas amplias para levantar estructuras temporales. Hay campos de provisiones más allá de ese bosquecillo, al este. Se repartirán alimentos en turnos organizados para evitar caos, y los sanadores del reino ya están instalados cerca del río, junto a tiendas médicas.