Hay una encarnizada pendencia callejera entre dos pandillas, y formo parte de la banda más numerosa. Con pistola en mano, junto a un centenar de niños, persigo al niño índigo por las calles vacías. A pesar de nuestra condición infantil, disparábamos sin piedad contra él; sin embargo, no lográbamos herirlo y en cada encuentro perdíamos a uno o dos compañeros.
Nos dispersamos, dejando a varios compañeros abatidos. Al voltear la esquina, mientras intentamos agruparnos, sorpresivamente mueren más compañeros.
Disparo mientras me alejo. Mirando hacia atrás y adelante, veo el suelo repleto de armas y niños caídos. No había encontrado a ningún compañero, y temía toparme con el enemigo.
En un instante recargo mi arma y atravieso los abismos que rodean los faroles, alternando entre luminosidad y penumbra. Al llegar a un callejón sin salida, encontré a un perro color rosa.