El libro de Thot

Edekibil, el mundo de agua

Imamú golpeó su báculo en el suelo, ambos cuadros se colocaron uno detrás del otro y el cuadro con la pintura del lago creció hasta verse como un ventanal y con un túnel hacia el del mar, por el cual cruzaron los niños. Quedaron a lo alto, por encima de los árboles desde donde vieron el lago a lo lejos. Flotaban lentamente hacia abajo cuando Viviana señaló con su mano y exclamó:

―¡Mira!

Lo que señalaba era un castillo de cristal en una pequeña isla, en el lago. Reflejaba una luz tan intensa, que en la pintura parecía ser el sol.

―Debe ser ahí ―dijo Rulfo mientras bajan más y el castillo se les perdía de vista―, la cima del brillo. Seguro debemos ir a lo más alto de ese castillo.

Ambos se encaminaron entre un bosque lluvioso, plagado de hadas y seres humanos pero muy pequeños y regordetes.

―¿Son aluxes? ―preguntó Rulfo.

―No, son gnomos. Estos no son maldosos como los aluxes, pero no saben respetar la propiedad ajena, ellos toman…

―¡Oye! ―reclamó Rulfo cuando un gnomo simplemente tomó su bolsa, sacó una de las gemas y se echó a caminar.

―…lo que sea que les guste.

―¡Devuelve eso, pequeño ladrón! ―gritó Rulfo. El gnomo miró la gema sin mucho interés, encogió los hombros y la devolvió.

―Aparentemente no comprenden por qué nosotros somos tan posesivos con los objetos que llevamos con nosotros.

Conforme caminaban, un hedor extraño impregnaba el bosque. Era como de sangre putrefacta combinado con orina. Llegaron a un claro y ahogaron un grito.

El lugar estaba lleno de cadáveres de seres deformes, no quedaba ni uno con vida y todos con heridas grotescas en sus cuerpos.

―¡Trasgos! ―dijo Viviana, horrorizada―. ¿Quién pudo haberlos matado de ese modo?

―Pareciera que estallaron. ¿Será alguna enfermedad que les da a los trasgos?

―No lo sé, y no me quiero quedar a averiguarlo ―comentó Viviana―, mejor vámonos de aquí.

Continuaron su camino hacia el lago a toda prisa. Entre los árboles al fin pudieron vislumbrar el reflejante lago verde oscuro. Había un muelle con lazos sueltos, indicativo quizá, de que en algún momento hubo una embarcación en ese lugar

Sin haber nada más qué usar como barco, decidieron montar un tronco de maple que había tirado cerca del lago. Comenzaban a remar con ramas secas cuando una mano nudosa salió del agua, clavando sus afiladas uñas en la pierna de Viviana y haciéndola gritar. Del agua Salió un trasgo de dientes como sierras, emitiendo un chillido ensordecedor. Rulfo levantó la rama y lo golpeó en la cabeza. El trasgo se echó a nadar hacia atrás, sangrando.

―¡Asesinos! ―gritó el trasgo―. ¡Acabaron con todo mi pueblo!

―¿Nosotros? Nosotros no…

―¡Fue un humano!, ¡no me mientan! Yo lo vi con mis propios ojos. Logré ocultarme en el agua ―el trasgo emitió un chillido desgarrador―. ¡Soy el único sobreviviente de mi pueblo!

―¿Una sola persona hizo esta masacre? ―preguntó Rulfo, asombrado.

―¡No lo lograrán! ―chilló el trasgo―. Los cuervos han llevado el mensaje a los otros pueblos, miles de trasgos vienen en camino, y no importa qué tan poderoso sea su aliado, no podrá contra el más grande ejército de este mundo. ―Dicho esto, el trasgo se perdió entre las aguas oscuras.

―Esto se va a poner feo ―dijo Viviana―, será mejor apresurarnos a llegar al castillo.

Entre los dos remaron aprisa por el lago. Estaban a punto de llegar a la isla cuando sintieron un golpe que casi los hace caer al agua.

―¿Qué fue eso? ―preguntó Viviana.

―No lo… ¡Algo mordisqueó mi pie!

Ambos subieron sus pies al tronco, pero eso les hacía perder el equilibrio por lo que se vieron obligados a bajarlos de nuevo. De entre el agua salieron dos enormes ojos ambarinos que los observaban atentamente.

―¿Qué es eso? ―preguntó Rulfo

―No lo sé. Sólo veo los ojos y el bestiario no me puede decir qué es.

La criatura se sumergió de nuevo. Ellos quedaron atentos. De repente se escuchó un chapoteo. Alcanzaron a ver un animal verde nacarado, con cabeza de dragón y cuerpo de anaconda saltar y caer de vuelta en el agua como un delfín.

―¿Lo viste? ―gritó Rulfo.

―Sí, ahora sí lo vi. De hecho, en San Basilio vi uno de esos pero blanco en el mar. Es un ogopogo. Me pregunto qué hacía en nuestra dimensión.

―¿Es peligroso?

―Malvado no es ―respondió ella―, pero es muy juguetón. Si le da por jugar con nosotros, podría ahogarnos.

―Nos serviría el samohana ―dijo Rulfo―, con eso lo pondríamos en trance temporal y así nos permitiría llegar a la isla.

―Sí, lo alejaríamos de nosotros y no le haríamos daño. Úsalo.

Rulfo sacó una gema roja y esférica de su bolsa, la lanzó al aire, pero antes de que pudiera apuntar con su varita, el ogopogo salió del agua y tomó la gema entre sus fauces, cayendo de clavado, de vuelta.

―¡Oye! ―gritó Rulfo.

El ogopogo sacó su cabeza del agua y colocó la gema sobre la pierna de Rulfo. Sacó la lengua y meneó su cola por encima del agua, como un perro esperando que su amo lanzara una pelota.

―¡Grandioso!, quiere jugar ―dijo Viviana con ironía.

Rulfo intentó accionar el astra, pero de nueva cuenta, el ogopogo fue más rápido que él. Se llevó la gema y la regresó a su regazo.

A lo lejos se escuchaba el graznar de una gran parvada. Por entre la montaña se veían algunos árboles moviéndose y un centenar de cuervos sobrevolando.

―No tenemos tiempo para juegos, amigo ―dijo Rulfo tomando la gema―. ¡Ya vienen los trasgos!

Como si entendiera, el ogopogo recargó su cabeza emitiendo un chillido triste, e insistiendo colocó la gema cerca de la mano de Rulfo, empujando la gema con su hocico.

―Espera, tengo una idea ―dijo Viviana. Ella tomó la gema y la lanzó hacia donde estaba la isla.

El ogopogo avanzó rápidamente, pero esta vez, Viviana tomó la cola del animal, que los llevó deslizándose junto con el tronco a gran velocidad. Contento, el animal le regresó la gema a Viviana.




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