------Horas antes------
Albeiro se quedó solo en el acantilado, el eco del gruñido de Andreina todavía vibrando en sus oídos como una advertencia.
Se sentía hecho pedazos, un torbellino de emociones. Por un lado, una parte de él se retorcía de vergüenza ante la furia de su hermana, tan cruda, tan descontrolada, casi salvaje. Por otro, entendía la amargura que la consumía desde hacía tanto tiempo, esa herida que no terminaba de cerrar.
Eran dos caras de la misma moneda: la rabia contra sus padres por una vida que ellos no eligieron, una existencia marcada por el exilio y los secretos. Él, a diferencia de Andreina, había encontrado un refugio, un bálsamo en la magia, en la cercanía reconfortante de Zafira.
Volteó la cabeza, buscando la silueta de la hermosa mujer que estaba frente a él. La luz plateada de la luna se derramaba sobre su piel pálida, delineando la sensualidad de sus formas con un aura casi etérea. Sus ojos, profundos y antiguos como el tiempo mismo, lo miraban con una mezcla de pena y una comprensión que dolía.
—Está muy enojada —dijo Albeiro, rompiendo el denso silencio, su voz apenas un murmullo contra el rugido del mar—. No pienses que es por ti.
—La rabia de tu hermana es un eco de la verdad que se les ha ocultado —respondió Zafira, su voz un susurro sedoso que se confundía con el lamento del viento—. Ella tiene razón, en parte. —Se acercó a él, su tacto, frío y sutil como el rocío de la madrugada, erizó su piel y lo hizo estremecer—. Su corazón anhela un mundo que le fue cruelmente negado.
—Siempre me dices lo mismo, Zafira. Creo que tú sabes mucho más de lo que me has contado —cuestionó Albeiro, la curiosidad picándole más fuerte que la vergüenza. Se sentó en la roca, sintiendo la presencia de Zafira a su lado, una calma que siempre lo había envuelto.
Zafira también se sentó, acurrucándose un poco, sus ojos verdes como el mar profundo, llenos de historias no contadas.
—El pacto… no fue hecho solo para proteger la isla de los humanos, Albeiro. Fue un intercambio. Un sacrificio por la vida que tu madre, Esmeralda, había tomado.
Albeiro la miró, la confusión nublando su rostro.
—¿De qué hablas? ¿Qué vida?
—Tu madre no vino aquí por elección, mi niño. Ella vino huyendo, para escapar de la persecución de su propio clan, un grupo de hechiceros renegados que se opuso ferozmente a su amor con tu padre. Ellos no querían que la magia pura de su linaje se mezclara con la de un lobo, con la de Arturo.
—Pero mi madre siempre nos ha dicho que ella vino aquí porque era el puente para que los humanos entraran a su hogar, para unir nuestros mundos…
—Es mentira, Albeiro. Siempre te lo he dicho. Tu madre les oculta la verdad, créeme, ella no quiere que ustedes sufran. —Zafira suspiró, su mirada se perdió en el horizonte, y por un instante pareció más triste que nunca—. Para proteger a tu padre, Esmeralda robó el mapa mágico que permite a las almas cruzar el mar sin morir. Ese mapa, conjurado por los dioses mismos, es lo único que puede conectar a esta isla con el mundo exterior. Al hacerlo, rompió una ley ancestral. El castigo era la muerte. Las serpientes intercedimos por ella.
La revelación golpeó a Albeiro como una ola gélida. El resentimiento de Andreina no era infundado; era la manifestación de una injusticia profunda.
La curiosidad que sentía ahora era un fuego que ardía en su pecho, un deseo irrefrenable de saber más, de ver el mundo que le había sido arrebatado antes de nacer.
Zafira se puso de pie, un escalofrío recorriendo su voz, que ahora sonaba cargada de un peso ancestral.
—Tu hermana tiene razón, Albeiro. El resentimiento que siente es válido, es justo. Pero el pacto los protege de un peligro que aún no conocen, un peligro que acecha más allá de estas costas.
Albeiro la miró, el dolor reflejado en sus ojos, una mezcla de rabia y decepción.
—¡No entiendo por qué te molestas, Albeiro! —dijo Zafira, como si pudiera leerle el pensamiento, su tono volviéndose más firme—. ¿Acaso no me crees? Te lo he dicho desde que eras un niño. Esta isla no es tu verdadero hogar. Pero tú y tu hermana deben ser agradecidos, y amarla, vivir en ella, y no desear lo que no tienen.
—Lo sé, Zafira. Siempre lo he intentado. He intentado olvidarme de mi clan, de mi gente… y simplemente amar esta isla y lo que tenemos aquí. Pero para serte sincero, quisiera vengarme de todos los que hicieron que mis padres huyeran de su hogar, empezando por las guardianas y terminando con los lobos.
Albeiro sintió su lobo interior agitarse, una nueva determinación vibrando en sus venas. El pacto, el sacrificio, el mapa… todo cobraba un significado más profundo y urgente.
El deseo de conocer el mundo que sus padres habían abandonado, el anhelo por entender sus raíces, se apoderó de él.
—¿Dónde está el mapa? —preguntó Albeiro, su voz resonando con una convicción recién descubierta.
Zafira lo miró, su sonrisa, se tornó enigmática, casi maliciosa.
—El mapa está oculto en una cueva de esta isla. Y yo sé el camino hacia él. Tú y Esmeralda necesitan a su familia, y tu hermana… ella necesita la ayuda de alguien. te necesita a ti, Albeiro.
—¡Necesitarnos! —Una risa amarga escapó de los labios de Albeiro—. ¡No! Yo solo quiero matarlos a todos. Eso es lo que más deseo.
Albeiro tragó saliva, sintiendo el peso de las palabras de Zafira. El mundo de sus padres se revelaba más vasto y peligroso de lo que jamás imaginó. El destino de su familia pendía de un hilo, y él sentía que todo recaía sobre sus hombros.
El agobio lo invadió: la persecución de un clan de hechiceros y licántropos, el miedo que atenazaba a sus padres, la furia latente de su hermana Andreina. Todo se sentía abrumador. Zafira, observándolo con una compasión que no llegaba a sus ojos sino que se manifestaba en su enigmática sonrisa, se acercó.
—No pienses más en eso —susurró con voz melódica, rodeándolo por la espalda. Sus dedos, fríos como la brisa nocturna, se deslizaron sobre la piel de sus hombros, provocando un escalofrío que no era de frío, sino de una excitación desconocida—. Déjame darte un mensaje. Déjame quitarte esa carga.