El tiempo pasa, las horas se convierten en días y los días en semanas. Irma cada vez se ve más débil y cansada. Pero, aún tiene el ánimo de querer seguir viva. Le duele demasiado ver a sus padres sufriendo, aunque ellos intentan ser fuertes frente a ella.
Su mamá no sale de la habitación. Su papá trae comida y por momentos pasa a la capilla a dejar en manos de Dios a su amada hija, aunque el dolor le perfora el alma, él sabe que su carga se vuelve más liviana cuando le dice a Dios, que ya no puede con ella y le pide ayuda.
—Amor, te llevaré a casa, para que tomes una ducha y puedas descansar, las enfermeras están al pendiente. No quiero que tú también te enfermes —dice su esposo.
—Pero no quiero dejarla sola —dice ella, con las lágrimas secas en sus mejillas.
—Amor, ella no está sola, nunca lo ha estado y jamás lo estará. Vamos, acompáñame —dice él.
Su mamá se inclina y le da un beso en la frente. Su papá le acaricia el cabello y le dice: —Te amo, mi pequeña princesa.
Los dos salen de la habitación, miran hacia ella y cierra la puerta de la entrada, le dicen a la enfermera que saldrán por menos de una hora. Ella les contesta que no hay ningún problema, que ella personalmente la cuidara mientras ellos no están.